Los griegos llamaban a los Celtas «hiperbóreos» o «los que se encuentran en el norte».
Los consideraban un pueblo misterioso, para el cual los ríos y los bosques eran sagrados, acaso por el hecho de vivir en un mundo húmedo y oscuro, que se extendía desde la Selva Negra al macizo de Harz, en el norte de Alemania; pero también se encontraba en las islas occidentales.
Se decía que los «hiperbóreos» tenían el don de la «eterna juventud», así como habían encontrado la forma de no enfermar e ignorar el dolor...
¿Cómo pudieron nacer estos mitos? La respuesta hemos de localizarla en un hecho incuestionable: los griegos creían que el mundo «terminaba» en las Columnas de Hércules, es decir, en lo que hoy conocemos como el Estrecho de Gibraltar.
Los pocos marineros helenos que se habían atrevido a navegar por el océano Atlántico, aunque lo hubiesen hecho bordeando las costas de Portugal y de España, al llegar a Gran Bretaña o Irlanda debieron sentirse tan sobrecogidos, que el simple hecho de haber sobrevivido les llevó a contar, cuando volvieron a su amado y cálido Mediterráneo, esas historias sobre paisajes rodeados de brumas, húmedos, verdes y en los que moran unos seres altos, rubios, fuertes y hermosos, los cuales tienen la costumbre de levantar grandes monumentos de piedra, y viven en tribus, formadas con decenas de chozas redondeadas, que cubren con circulares barreras defensivas...
En el siglo IV a.C., cuando los Celtas empezaron a atacar los territorios griegos y romanos, a todo lo anterior se añadió el mito del heroísmo, la estrategia y la habilidad.
Tres cualidades muy comunes en un pueblo, o en un conjunto de tribus, que por su condición de emigrantes permanentes se habían convertido en unos guerreros bien entrenados y, sobre todo, que no le temían a la muerte, al creer en la reencarnación.
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