Eróstrato era un pastor de Éfeso que en el año 356 a. C. incendió el templo de Diana erigido en la ciudad y considerado como una de las Siete Maravillas del mundo antiguo.
El motivo que le indujo a cometer semejante barbaridad fue el deseo de que su nombre se hiciese famoso, de ser conocido en su tiempo y en los venideros siendo él un don nadie que hasta entonces cuidaba cabras en los pelados montes que rodeaban la ciudad.
Detenido de inmediato y sin ofrecer resistencia, pues en eso radicaba lo principal de su proyecto, el rey Artajerjes le hizo someter a tortura, durante la que confesó su propósito, antes de ser ejecutado.
El mismo rey mandó publicar un edicto en el que se prohibía, bajo pena de muerte para los infractores, que el nombre de Eróstrato fuese pronunciado o escrito por siempre jamás; de esa forma pretendía frustrar la ilusión del incendiario negando hasta su misma existencia.
Es obvio que este designio no se cumplió; puede que los súbditos de Artajerjes lo hicieran por miedo a la sanción real, pero Éfeso era una urbe por la que pasaban constantemente miles de viajeros, comerciantes de sus prósperos mercados en una encrucijada de caminos entre Oriente y Occidente, y ninguno renunciaría a relatar a su regreso lo sucedido con la maravillosa obra de arte y, naturalmente, el nombre proscrito de su destructor.
Así pues, casi desde el mismo momento de los hechos Eróstrato estuvo en boca de todo el mundo concediendo a éste una victoria póstuma aunque teñida de desprecio.
En nuestro tiempo tal nombre se lo ha apropiado la psiquiatría para designar un trastorno mental conocido como complejo de Eróstrato consistente en que el individuo busca notoriedad por cualquier medio, aunque sea cometiendo un delito, cuanto más espectacular, mejor.
Los anales de la criminología están llenos de actos llevados a cabo por personajes con esta patología. Pero el ansia de fama está también en la raíz de algunas actuaciones profesionales que rozan los límites de la deontología. Y los nombres de estos eróstratos de imitación también prevalecen demasiadas veces.
José Ignacio de Arana
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