El Tarot no escapa a esta regla, y buena parte de las críticas que han recibido sus comentaristas se basan (hay que reconocer que con justicia) en su incapacidad para sustraerse a la fascinación de este juego interminable.
Así, Wirth se esfuerza en relacionar la simbólica zodiacal con el Tarot, aún cuando el número de planetas, el de los doce signos o su suma, no casan sino difícilmente con las veintidós láminas de Marsella.
Esto le lleva a componer cuadros más o menos malabares, en los que tan pronto es un planeta, un signo o hasta una constelación, los que darían una concordancia aproximada con el Arcano de turno.
Otro tanto puede decirse de las correlaciones alquímicas, en las que es necesario un alto grado de buena voluntad para seguir sus razonamientos.
Es indudable, sin embargo, que pueden extraerse de esas reflexiones (como ocurre también con textos de Lévi, Marteau y Ouspensky) numerosos paralelismos y coincidencias. Ellas no permiten coronar el gran sueño esotérico del sistema único del que la diversidad consiste en el número de sus manifestaciones, pero dejan afirmar que hay allí una considerable intuición de la armonía, un sentimiento del orden que no niega la movilidad del caos, dotado de una suntuosidad analógica bastamente fértil para los
aventureros de lo imaginario.
Si se han traído aquí sólo dos ejemplos de esos posibles encadenamientos, es porque ellos -las vías iniciáticas, la Cábala- ejemplifican las más evidentes relaciones; también porque, en la imposibilidad de agotar esta teoría de los espejos, el número 2 puede ser todos los números, el primer esfuerzo por superar la unidad definidora y, en sí mismo, una metáfora de la eternidad.
A esta última categoría pertenece la cartomancia, de la que el Tarot es el grado más complejo y especializado.
Es frecuente que, con un criterio generalizador poco riguroso, se confunda el esoterismo con la mística, la magia o hasta la simple y pura superstición.
Para Charles Grandin (Les sources de la pensée sauvage) “el esoterismo es un riguroso método de conocimiento; la mística, un proceso en principio emotivo y escasamente intelectual, cuyos resultados son imprevisibles; la magia, una técnica o un oficio, como pudieran serlo la medicina o la alfarería.
Si se confunde estos términos a menudo, es sólo porque los tres apuntan a lo mismo”.
Partiendo como parte de un pensamiento más simbológico que verbal (en la medida en que reconoce el principio según el cual la verdad es inefable y toda formulación la distorsiona) era previsible que el conocimiento esotérico atravesase los siglos, de la
escolástica para aquí, como una supervivencia apenas tolerada de la mentalidad infantil de la humanidad.
A ello colaboró, en primer lugar, el absoluto predominio que se dio a la especulación verbal como vía de conocimiento en las culturas de Occidente y, en segundo término, el propio ritmo de vida de estas culturas, cada vez menos propenso a facilitar los benéficos de la meditación absorta.
El tercer factor descalificador del pensamiento esotérico -y, sin duda, la razón más evidente de su largo desprestigio- lo constituyó el ejército de charlatanes, improvisadores y exaltados que, desde mediados del siglo XVIII pretendieron estar en posesión de todas las llaves más o menos secretas de la sabiduría y de la felicidad.
A muchos de ellos hay que agradecerles, no obstante, su papel de puente histórico entre un conocimiento en extinción y la apertura metodológica de las investigaciones contemporáneas; pero no es menos cierto que su lenguaje ampuloso, su soberbia, y con frecuencia su incultura, colaboraron notablemente al desprestigio de aquello que pretendían exaltar.
Puede decirse que la concepción moderna de las disciplinas esotéricas parte de la lucidez y el esfuerzo del metafísico francés René Guénon, quien las dotó de «un léxico técnico, de un rigor y de una precisión casi matemáticos», como asegura uno de sus más brillantes seguidores, el filósofo y orientalista Luc Benoist (L'ésotérisme).
El punto de vista esotérico no puede ser admitido y comprendido -dice Benoist- sino por el órgano del espíritu que es la intuición intelectual o intelecto, correspondiente a la evidencia interior de las causas que preceden a toda experiencia.
Es el medio de aproximación específico de la metafísica y del conocimiento de los principios de orden universal.
Aquí se inicia un dominio en donde oposiciones, conflictos, complementariedades y simetrías han quedado atrás, porque el intelecto se mueve en el orden de una unidad y de una continuidad isomorfas con la totalidad de lo real (...).
El punto de vista metafísico, escapando por definición de la relatividad de la razón, implica en su orden una certeza.
Pero frente a esto ella no es expresable, ni imaginable, y presenta conceptos sólo
accesibles por los símbolos.
Editorial Aguilar
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