Hacía ya tiempo que el dios del río, Sísifo, se había fijado en la encantadora ninfa Liriope.
Siendo como era un dios, consiguió su deseo y Liriope acabó concibiendo.
El día marcado por el destino, dio a luz un muchacho y, como sentía curiosidad por saber lo que le reservaba el destino, fue a preguntar al vidente ciego Tiresias cuál sería el destino de su hijo.
"Vivirá muchos años" dijo el sabio "pero hay de él si mira su propio reflejo, pues será su perdición".
Su madre hizo que se retirasen todos los espejos y creció así sano y fuerte, y más hermoso que ningún otro.
Tan a menudo le decían cuán hermoso era que empezó a creer que su belleza era fuera de lo común.
Muchos fueron los que se enamoraron del hermoso muchacho.
Incluso de niño, sus ayas caían rendidas a sus pies y, cuando tenía dieciséis años, todas las mujeres de la ciudad suspiraban por él, pero él creía que ninguna era suficientemente buena para él.
Un día, su vecina Aminías, no pudo aguantar más y confesó a Narciso cuánto lo deseaba y le pidió que fuese su amante.
Narciso no contestó sino que, con un sirviente, le envió una daga como respuesta.
Aminías entendió el "regalo" y con esa daga puso fin a su vida, pidiendo a los dioses que su ira cayese sobre Narciso, a quien le echó la maldición de que en el amor recibiera el mismo desdén con que había tratado a los demás.
Eco era la ninfa de una montaña que una vez ayudó a Zeus distrayendo a Hera charlando de temas intrascendentes cuando ésta se acercaba al lugar donde el dios del trueno estaba formulando sus votos matrimoniales.
La treta de Eco daba tiempo a los invitados de Zeus para que pudiesen abandonar el lugar. Pero cuando Hera la descubrió, estalló airada: "¡Que esa lengua maléfica permanezca silenciosa de ahora en adelante! Permanecerás en silencio y sólo hablarás cuando te hablen, y hablarás como mucho con sonidos cortos!".
Y así, cuando Eco dio con Narciso una mañana, justo cuando el joven estaba luchando con un ciervo al que acababa de capturar en sus redes, sólo pudo mirarle, y no hablar.
Y así, sólo miró.
Por sus venas, corrió el deseo.
Aun cuando deseaba con todas sus fuerzas seducer al hermoso joven con sus dulces palabras, sólo pudo mover sus labios en vano.
Narciso notó que le miraban. "¿Quién eres?" gritó.
"Eres" respondió Eco, que sólo acertaba a repetir lo que le decían.
"Déjame verte" dijo el muchacho.
"Verte" dijo Eco.
Intrigado, Narciso gritó: "¿Cómo te llamas?".
"Llamas", contestó la ninfa.
Y, incapaz de contener su deseo, salió de su escondrijo y se arrojó, ardiente y jadeante, sobre el hermoso joven quien, como ya estaba algo acostumbrado a estos comportamientos, se rehizo y se liberó rápidamente de su abrazo, perdiéndose en lo más profundo del bosque, dejando sus redes tras él.
Eco le siguió, intentando llamarle para disipar sus miedos, pero no pudo producir sonido alguno.
El muchacho desapareció rápidamente de su vista.
Durante semanas, la ninfa erró por el bosque en búsqueda de su amado, sin comer y sin apenas dormir.
Pronto se puso tan delgada que de ella nada quedó que se pudiese ver con los ojos.
Aún hoy en día, erra por las montañas del mundo y sigue buscando a Narciso.
Su hogar son las quebradas más pedregosas y los valles más profundos.
Puedes llamarla a gritos y, si está, te contestará, pero sólo con las mismas palabras que le hayas dicho.
Por decreto de Hera, no puede hacer otra cosa.
Una tarde, un mes después de haber huido de Eco, en un bosque apartado en lo alto del monte Helicón, Narciso cayó de rodillas, cansado de cazar y de ser cazado.
Frente a él, corría un manantial de aguas claras y profundas, cuya superficie, gracias a la luz recibida a través de las copas de los árboles, era un espejo perfecto.
Narciso había visto muchas veces su propia sombra, pero jamás había visto su reflejo. Así, cuando, a cuatro patas, se inclinó hacia delante y miró en el manantial, quedó asombrado por la imagen de insuperable belleza que le miraba.
No había visto jamás una cara como la que estaba escrutando.
Por primera vez en su vida, se enamoró.
Inclinó hacia abajo su cara para besar y abrazar al joven del manantial.
Pero sus labios y sus brazos sólo hallaron agua.
Aunque se retiró rápidamente, el reflejo se vio alterado por un momento por las ondas del agua.
Creyendo que su amado había huido de él como él mismo había hecho en otras ocasiones, Narciso empezó a llorar.
Pero, a medida que las ondas se iban desvaneciendo, la hermosa cara apareció de nuevo. "No me abandones, hermoso amigo", rogó. "¡Quédate, amor mío!"
Nuevamente se inclinó Narciso para tocar el cuerpo que había en el agua, pero la imagen se volvió una vez más borrosa cuando su mano hendió la superficie.
Seguro como estaba ahora de que acababa de perder a su verdadero amor, se tiró del pelo y se arañó la garganta.
Cuando se calmó y las aguas se aclararon, una vez más, apareció la cara del amado, ahora herida y desencajada.
Se sintió aterrado y lloró.
Cuando el carro de Helios acabó su recorrido por el cielo, una noche gris cubrió el bosque, pero Narciso no se movió.
No tenía ojos más que para el esquivo joven del manantial.
Las primeras luces del día le sorprendieron mirando intensamente en las profundidades del agua.
La cara que apareció poco a poco era demacrada y ausente.
Desplazó su mano al agua para acariciar esa mejilla, ahora tan preciada, y surgieron nuevamente sus frustraciones del día anterior.
"Te quiero, te quiero" gritó mil veces al manantial.
La cara, igual que la de Eco, movió sus labios pero no emitió sonido alguno.
Incapaz de dejar la orilla del manantial, Narciso llegó a morir en ese lugar que no deseaba abandonar, mientras su cara, antes hermosa, se volvía desencajada y grotesca.
Las ninfas de la montaña le encontraron y le habrían enterrado pero, cuando preparaban el funeral, su cuerpo se desvaneció y, donde yacía, se abrió una flor de pétalos dorados con delicados matices blancos.
Fuentes Consultadas
Mitologia.Com
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