19 de diciembre de 2017

El Libro de Los Muertos - Textos De los Sarcófagos



Los Textos de los Sarcófagos son escritos que contienen conjuros pintados o grabados en los sarcófagos y ataúdes (de ahí su nombre actual) del Antiguo Egipto, principalmente durante el Imperio Medio.

Son un repertorio de fórmulas sagradas, ofrendas y rituales de inspiración solar y osiríaca cuya finalidad era ayudar al fallecido a protegerse de los peligros que pudiera encontrarse en el viaje por el otro mundo, la Duat, preservando así la inmortalidad del difunto. También contienen los métodos para poder alimentarse en la otra vida.


Sarcófago del canciller Najty (ca. 1950-1900 a. C.). Dinastía XII (Imperio Medio). Hallado en Asiut.
Surgen a partir del primer periodo intermedio de Egipto (c. 2100 a. C.) y se desarrollan durante el Imperio Medio, cuando se cree que la nobleza consiguió el derecho utilizar los textos mágico-religiosos, que antes solo estaban reservados a los faraones.

Su origen proviene -en parte- de los Textos de las Pirámides (c. 2350 a. C.) del Imperio Antiguo, época en que la inmortalidad y resurrección estaba limitada únicamente a la realeza, aunque incluyen muchos nuevos contenidos y creencias propias del Imperio Medio.

El pueblo solo pudo acceder a las fórmulas sagradas a partir del Imperio Nuevo (c. 1500 a. C.) y esto dio lugar a los textos del denominado Libro de los Muertos.



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El Libro De Los Muertos - Los Libros y La Eternidad



Los egipcios pensaban que los textos religiosos y mágicos más importantes no habían sido escritos por los hombres, sino por los propios dioses, sobre todo por Thot, la divinidad del Conocimiento. 

Escribiendo esos textos los dioses habrían legado a los hombres conocimientos profundos a los que estos solamente podrían acceder a través de procesos de iniciación. 

Ese es el motivo de que el Papiro Salt, por ejemplo, afirme que los libros son el poder de Ra (el dios sol) en medio del cual vive Osiris
Cuando el hombre es iniciado y llega a comprender plenamente la magia que impregna a la palabra escrita deseará no solamente leer sino incluso comer esas palabras santas. Tenemos noticias que sugieren que los grandes sacerdotes colocaban trozos de texto en un cuenco e ingerían luego las palabras sagradas. 
Con esa acción, de algún modo, estaban accediendo físicamente al Verbo divino. 
Se sabe también que ese rito simbólico habría de ser practicado muchos siglos más tarde en las logias medievales de constructores de catedrales.

No cabe duda de que los egipcios creían que los jeroglíficos eran unos signos sagrados que contenían inmensos poderes. 
Cuando el sacerdote leía en voz alta los conjuros mágicos contenidos en un texto escrito estos adquirían plena eficacia y nacía realmente la realidad deseada.

Ya comentamos antes que los antiguos egipcios pensaban que el recuerdo del nombre de una persona aseguraba, de algún modo, la inmortalidad de ese hombre. 
Si la persona había tenido una vida virtuosa, tras su muerte, le esperaba un proceso de glorificación que habría de culminar con la divinización del fallecido, que sería asimilado a Osiris. 
Ese ansia de eternidad, tan propio de Egipto, se facilitaba si el recuerdo de la persona quedaba unido para siempre a una obra escrita, es decir, a un libro. 
A lo largo del tiempo, gracias al inmenso poder de la palabra escrita, cada vez que alguien lea el libro su autor vivirá.

El hombre virtuoso, gracias a su obra escrita, será recordando en momentos futuros en que, posiblemente, su tumba ya ni siquiera existirá y su propio culto funerario habrá caído en el olvido. 
El hombre que escriba un buen libro habrá de ser recordado siempre y adquirirá la inmortalidad. Francois Daumas transmite un poema, posiblemente confeccionado por uno de los alumnos de una Casa de la Vida, en el que se encuentra «un vibrante recordatorio de la inmortalidad que procura una gran obra». 
El autor del pasaje insiste a lo largo del texto en que los escritos de un hombre sabio permiten que este sea recordado durante toda la eternidad. 

Veamos algunos fragmentos del poema:

«Estos escritores sabios del tiempo de los sucesores de los dioses, aquéllos que anunciaban el porvenir, resulta que su nombre dura para la eternidad, aunque se hayan ido, habiendo cumplido su vida, y que se haya olvidado a toda su parentela … 
Se han construido puertas y moradas para ellos, pero se han desmoronado. 
Sus sacerdotes de ka han desaparecido, sus losas sepulcrales están cubiertas de polvo, y sus tumbas están olvidadas. Pero su nombre es pronunciado en virtud de los libros que han escrito, tan perfectos siguen siendo. Y el recuerdo de quien los ha hecho alcanza los límites de la eternidad».



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El Libro De Los Muertos - La Palabra Escrita



Antes hemos mencionado que Ra, el dios solar, emanación de Atum, el gran dios primigenio, habría propagado la creación del mundo utilizando para ello la magia de la palabra. 
Posteriormente, en un segundo momento, habría de ser ayudado en esa labor creadora por la intensa fuerza que es propia de la palabra escrita, es decir, de los signos jeroglíficos (que los egipcios consideraban como la lengua sagrada propia de los dioses). 
En esa labor creadora Ra contaría con la ayuda de Thot, dios de la palabra, el conocimiento y la escritura.

Para los egipcios los signos jeroglíficos, en suma, la escritura, tenían un origen divino y Thot era el gran patrono de esos signos. En las creencias egipcias la escritura tenía un intenso poder y una profunda fuerza mágica. Ese intenso poder de los signos podía ser positivo, y en ese caso la palabra era creativa y propiciatoria, o negativo, distinguiéndose entonces por su poder dañino y destructor.

Ya vimos que la palabra, en sí misma, tenía una intensa fuerza. Ese poder se potenciaba de manera extraordinaria cuando la palabra se ponía por escrito utilizando para ello unos símbolos mágicos cuyo origen reposaba en las propias divinidades. 
Los textos e inscripciones que se esculpían en las paredes de tumbas y templos tenían una intensa fuerza. Los mismos no eran realizados por cualquiera sino que se trataba de un trabajo que estaba rodeado de multitud de ritos cuyo origen reposaba en la relación entre los hombres y los dioses. En las Casas de la Vida los sacerdotes iniciaban a los neófitos en el arte de la escritura, enseñándoles que a través de los signos jeroglíficos el hombre podía entrar en contacto con la divinidad.

Todos esos conocimientos sagrados sobre la magia de la escritura no se debían divulgar nunca a personas ajenas a los procesos iniciáticos que se desarrollaban en los santuarios egipcios. Una tablilla del Museo del Louvre nos muestra interesantes informaciones acerca de un individuo que afirma que conoce todos los secretos de la escritura y de la representación de los hombres y de las cosas. 
Hemos de destacar, en este punto, que en las creencias egipcias existía una profunda relación entre el hombre o cualquier objeto y su representación figurativa. 
Hacerla implicaba crear una comunicación invisible pero real entre ambas. En Egipto el artista era, realmente, un mago, un iniciado. Tanto la escritura como el arte funerario exigían una inmensa habilidad técnica y profundos conocimientos adquiridos en el secretismo de los procesos de iniciación. La escritura y el arte tenían, de un lado, un profundo componente mágico, pero de otro exigían también especiales habilidades de tipo técnico y artesanal en su ejecución.

Veamos lo que dice la tabla del Louvre que se ha citado:

«Yo conozco el secreto de los jeroglíficos y sé como hay que hacer ofrendas rituales. He aprendido toda la magia y nada me es oculto. Soy, en efecto, un artista excelente en su arte, eminente por todo lo que sabe. Por mí son conocidas las proporciones de las mezclas y conozco los pesos calculados, sé cómo ha de aparecer hundido y cómo resaltarlo, de acuerdo con el caso, si uno entra o sale, sé colocar el cuerpo, en su lugar exacto. Conozco el movimiento de todas las figuras, el andar de las hembras, la postura de aquel que está de pie, cómo se acurruca un prisionero triste, la mirada de unos ojos a otros ojos, el terror de la faz de aquel que es capturado, el equilibrio del brazo del que hiere al hipopótamo, la marcha del que corre. Se hacer esmaltes y objetos en oro fundido, sin que el fuego los queme y sin que sus colores sean eliminados por el agua. 
Todo esto no ha sido aún revelado a nadie, más que a mí, y a mi hijo primogénito, ya que el dios me ordenó revelarle estas cosas».

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Libro De Los Muertos - La Sala de Maat



En el capítulo 125 del Libro de los Muertos se expone el conjuro que debía utilizar el espíritu para poder acceder a la Sala de la Justicia y prestar adoración a Osiris presidente del Tribunal de los Muertos. 

El difunto tenía que hacer una doble declaración de inocencia, la denominada «Confesión Negativa» ante Osiris y los otros 42 dioses que integraban el Tribunal.

Llama la atención que, a modo de ejemplo, incluso los propios elementos arquitectónicos de la Sala se negaban a facilitar el acceso al espíritu del fallecido, salvo que éste acreditase que conocía su nombre. Así: «No te dejaré entrar a través mío», dirá el frontón de la puerta, «si no dices mi nombre». «Pesa de exactitud», habrá de responder el difunto, «es tu nombre».

O también: «No te dejaremos entrar a través nuestro», dirán las maderas del ensamblaje de la puerta, «si no dices nuestro nombre». Y ahora el espíritu deberá responder: «Jóvenes uraeus es vuestro nombre».

«Puesto que nos conoces, ¡pasa, pues, a través nuestra!», dirán finalmente todos esos elementos arquitectónicos de la Sala.




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El Libro De Los Muertos - Los Guardianes Del Occidente


En las fórmulas y conjuros del Libro de los Muertos y de tantos otros textos funerarios que se han conservado se acredita la creencia de que conocer el nombre oculto de las cosas significa tener abierta una vía que permite vencer todos los obstáculos que se han de oponer al espíritu del difunto en su camino hacia el Más Allá, es decir, en el proceso de «Glorificación» del alma en su elevación hacía el Occidente, en donde reina Osiris.

La pretensión, entre otras, de esos textos funerarios era que el fallecido llegara a conocer los nombres de diversos guardianes que armados fuertemente estaban vigilando los accesos y puertas que a cada paso habrían de impedir el proceso de ascensión del difunto. Si el espíritu llegaba a conocer sus nombres esas potencias quedaban desarmadas e inofensivas, no resultando ya posible que pudieran impedir el tránsito del fallecido.

De acuerdo con esas creencias, en cada una de las puertas del Más Allá el espíritu debía acreditar que conocía tanto el nombre de la puerta como el de cada uno de los guardianes que la protegían. 
El capítulo 141 del Libro de los Muertos, por ejemplo, permitía conocer los nombres de los dioses del Cielo del Sur y del Cielo del Norte, así como de los dioses que habitan en los infiernos y de los dioses que comandan en la Duat, en tanto que en el capítulo 144 se nos dan a conocer los nombres de los guardianes de las siete puertas o pasajes a través de las cuales se accedía al reino de Osiris.

En cada una de las puertas había tres espíritus que provistos de cuchillos las guardaban: un encargado, un guardián y un anunciador: «¡Salve, oh siete puertas! ¡Salve, los que vigiláis las puertas para Osiris! -exclamará el difunto- ¡Salve, los que veláis por las puertas y a vosotros que informáis cada día a Osiris de los asuntos del Doble País, el Osiris N (nombre del difunto) os conoce y conoce vuestros nombres!».

Y, siempre a modo de ejemplo, ante la séptima puerta, habría de decir: «Su Cuchillo es el nombre del encargado de la séptima puerta. El De Voz Fuerte es el nombre de su guardián. 
El Que Rechaza A Los Malvados es el nombre del anunciador que allí se encuentra».


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