Los egipcios pensaban que los textos religiosos y mágicos más importantes no habían sido escritos por los hombres, sino por los propios dioses, sobre todo por Thot, la divinidad del Conocimiento.
Escribiendo esos textos los dioses habrían legado a los hombres conocimientos profundos a los que estos solamente podrían acceder a través de procesos de iniciación.
Ese es el motivo de que el Papiro Salt, por ejemplo, afirme que los libros son el poder de Ra (el dios sol) en medio del cual vive Osiris.
Cuando el hombre es iniciado y llega a comprender plenamente la magia que impregna a la palabra escrita deseará no solamente leer sino incluso comer esas palabras santas. Tenemos noticias que sugieren que los grandes sacerdotes colocaban trozos de texto en un cuenco e ingerían luego las palabras sagradas.
Con esa acción, de algún modo, estaban accediendo físicamente al Verbo divino.
Se sabe también que ese rito simbólico habría de ser practicado muchos siglos más tarde en las logias medievales de constructores de catedrales.
No cabe duda de que los egipcios creían que los jeroglíficos eran unos signos sagrados que contenían inmensos poderes.
Cuando el sacerdote leía en voz alta los conjuros mágicos contenidos en un texto escrito estos adquirían plena eficacia y nacía realmente la realidad deseada.
Ya comentamos antes que los antiguos egipcios pensaban que el recuerdo del nombre de una persona aseguraba, de algún modo, la inmortalidad de ese hombre.
Si la persona había tenido una vida virtuosa, tras su muerte, le esperaba un proceso de glorificación que habría de culminar con la divinización del fallecido, que sería asimilado a Osiris.
Ese ansia de eternidad, tan propio de Egipto, se facilitaba si el recuerdo de la persona quedaba unido para siempre a una obra escrita, es decir, a un libro.
A lo largo del tiempo, gracias al inmenso poder de la palabra escrita, cada vez que alguien lea el libro su autor vivirá.
El hombre virtuoso, gracias a su obra escrita, será recordando en momentos futuros en que, posiblemente, su tumba ya ni siquiera existirá y su propio culto funerario habrá caído en el olvido.
El hombre que escriba un buen libro habrá de ser recordado siempre y adquirirá la inmortalidad. Francois Daumas transmite un poema, posiblemente confeccionado por uno de los alumnos de una Casa de la Vida, en el que se encuentra «un vibrante recordatorio de la inmortalidad que procura una gran obra».
El autor del pasaje insiste a lo largo del texto en que los escritos de un hombre sabio permiten que este sea recordado durante toda la eternidad.
Veamos algunos fragmentos del poema:
«Estos escritores sabios del tiempo de los sucesores de los dioses, aquéllos que anunciaban el porvenir, resulta que su nombre dura para la eternidad, aunque se hayan ido, habiendo cumplido su vida, y que se haya olvidado a toda su parentela …
Se han construido puertas y moradas para ellos, pero se han desmoronado.
Sus sacerdotes de ka han desaparecido, sus losas sepulcrales están cubiertas de polvo, y sus tumbas están olvidadas. Pero su nombre es pronunciado en virtud de los libros que han escrito, tan perfectos siguen siendo. Y el recuerdo de quien los ha hecho alcanza los límites de la eternidad».
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