Representaciones Simbolicas (Semiotica) e Interpretaciones Socioculturales (Hermeneutica)
El Calendario Azteca o Piedra del Sol, en el contexto sociocultural y del medio ambiente del Altiplano de México, desde la perspectiva del conocimientos y de las prácticas culturales, sociales y económicas de las comunidades en las que están insertos los estudiantes de comunicación intercultural, séptimo semestre, 701, de la UIEM, en el marco del año 2007.
Introduccion:
La “Piedra del Sol” o Calendario Azteca, en la cultura popular como en la industria cultural y del turismo del contexto actual del Altiplano de México, es reconocido como un símbolo paradigmático, tanto en el ámbito de la cultura popular como en la cultura oficial. Los aficionados de la cultura del horóscopo, como los estudiosos y estudiantes de las ciencias sociales en el mundo de México, reproducen la información y conocimiento que proviene de los primeros relatos interpretativos que se emiten desde fines del siglo XIX. En 1790, mientras se realizaban trabajos de excavación y de empedrado en la Plaza Principal de la ciudad de México, fue “descubierto” el Calendario. Se traslada al cementerio de la catedral y, en 1791, queda empotrado en una de las torres de la misma.
En 1792, Antonio León y Gama, escribe una breve descripción histórica de “dos piedras”. El 05 de mayo de 1803, Alejandro de Humboldt, describe “Pocas naciones han movido masas mayores que los mexicanos”. Mathieu de Fossey, viajero francés interpreta en “Viaje a México” (1844) que el Calendario era el monumento histórico más importante, antes de la destrucción de Tenochtitlan: “Cuando se tienen las claves de todos los signos representados en círculos concéntricos en aquella piedra, se asombra uno al ver la precisión de las observaciones y la exactitud de los cálculos astronómicos de unos pueblos que, bajo muchos aspectos, estaban aún en pañales en cuanto a civilización”. El racismo y el europeísmo resaltan en las palabras de Fossey; por cierto, para deleite de los miembros de la cultura oficial o “alta” cultura del Estado Federal de México.
El británico Robert Burford y el alemán C. Becher en la década de 1830 opinan que la gran piedra representa el calendario de los mexicanos y que sus jeroglíficos no habían sido descifrados por los europeos y que no se entendía en el mundo occidental. Entre 1847 y 1848, soldados invasores estadounidenses practicaban “tiro” con el Calendario. En 1885, el régimen de Porfirio Díaz, en un marco internacional en que las potencias centrales europeas, desde una perspectiva colonial e imperialista, empiezan a desarrollar políticas y actividades para establecer museos vivientes y museos de objetos exóticos de los “salvajes” y/o primitivos, recupera el Calendario que se encontraba formando parte de un muro contiguo de la Catedral católica. Luego fue introducido en el Museo Nacional como “monolito” exótico para la curiosidad del turista extranjero.
En el contexto cultural del mundo intelectual de la ciudad de México, año 1885, prevalecía el paradigma cristiano católico para percibir y apreciar el mundo, no solo de la Tierra, sino también, del mundo mexicano. Serpientes, lagartos, lagartijas, caimanes, perros, monos, eran animales despreciados en el imaginario social del establishment cultural, social, económico y político. La cultura oficial, impregnada de monogenismo y de positivismo, era una barrera epistemológica para aceptar la información y el conocimiento de la cultura popular. A finales del siglo XIX, los primeros investigadores sistemáticos sobre el mundo de los aztecas, o de las culturas prehispánicas que se desarrollaron en el Altiplano mexicano, fueron Lewis Henry Morgan (1818 – 1881) y Adolf Francis Alphonse Bandelier (1840 – 1914), ambos estadounidenses.
Morgan y Bandelier, a finales del siglo XIX se interesaron por la “ruedas de los calendarios mexicanos”. En 1975, Alfredo Clavero publica “Calendario Azteca”. Estudio antropológico; Bendelier compra una copia, a través del mexicano Joaquín García Icazbalceta. En 1964, el Calendario fue trasladado desde el antiguo Museo Nacional al actual Museo Nacional de Antropología. El historiador mexicano José Luís Juárez López reflexiona respecto del Calendario y su protección en el antiguo Museo Nacional (2004): “¿Se le puso en el museo para protegerlo y para que formara parte de una colección prehispánica y así presentar a México como un pueblo protector del indigenismo exótico? No olvidemos, incluso, que justo después de meter el Calendario Azteca al Museo Nacional, la ciudad de México se engalanó con monumentos y paseos. Y entre ellos surgió otro símbolo indígena, el Monumento de Cuauhtémoc, en pleno paseo de la Reforma. Éste se convirtió de inmediato en pieza favorita de los porfiristas y, además, su interpretación era más fácil que la del antiguo calendario”.
¿No es fácil la interpretación del antiguo Calendario Azteca? José Luís Juárez López continúa reflexionando en el 2004: “Estudiar el Calendario Azteca como un fenómeno cultural, social e incluso artístico, complementaría los estudios que ya se han hecho en torno a su contenido y descripción; pero creemos que también es preciso apuntar que su estancia en el Museo Nacional de Antropología es de apenas 40 años y que el periodo que pasó a lado de la Catedral fue el más largo y, por lo tanto, debe ser analizado como parte sustancial de la historia de la ciudad de México e incluso del país en el siglo XIX”. Las descripciones que diversos investigadores realizaron al Calendario Azteca fueron y son realizadas desde la perspectiva del horóscopo grecolatino y de la cosmovisión judeocristiana.
Por ejemplo, Krystyna Magdalena Libura, en “Los días y los dioses del Códice Borgía” (2000) manifiesta respecto de quiénes y cuándo se leían: “Las imágenes del códice nos impactan, aunque nos parezcan incomprensible y extrañas. Interpretarlas fue siempre un arte sólo reservado a algunos sacerdotes preparados para eso, a quienes se conocía como tonalpouhque que podríamos traducir como ‘los que llevan la cuenta de los días’, o aun mejor, ‘lectores del destino’. Ellos consultaban los tonalamatl para saber qué días eran convenientes para los viajes de los mercaderes, para la guerra, y sobre todo para pronosticar el destino de los recién nacidos. El día del nacimiento era tan importante que los niños llevaban como propio el nombre de éste, (…). Sin embargo, el más afortunado pronóstico podía no cumplirse si el ser humano no colaboraba con los dioses; asimismo, aunque alguien hubiera nacido en un día desfavorable, podía mejorar su futuro gracias a su empeño”. Prevalece en esta interpretación el imaginario de los “profesionales” del horóscopo. De acuerdo con este imaginario, los niños de Tenochtitlan se habrían llamado, por ejemplo: “caimán” (Ehecatl), “casa” (Calli), “lagartija” (Cuetzpallin), “muerte” (Miquiztli).
En el relato científico de arqueólogos, por ejemplo, Laurette Séjourné (1911 – 2003), arqueóloga y etnóloga, quien a mediados del siglo XX trabajó en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, prevalece la perspectiva cristiana en la interpretación del Calendario Azteca. En el libro “El Pensamiento Náhuatl Cifrado por los Calendario” (1981) argumenta: “Estos nombres de los 20 días se suceden sin interrupción, pero sin relación con ningún fenómeno natural, como lo hacen nuestros días (Calendario gregoriano cristiano) con los meses. (…). Este paralelismo se termina, no obstante, en un punto esencial; mientras que la suma de nuestros días no interviene en los cálculos que corresponden a las posiciones solares; los 20 días acumulan un total de 260 formando un calendario autónomo, un calendario sin correspondencia con el mundo físico pero regido por normas tan rigurosas como las de los cuerpos celestes, hasta el punto que su movimiento circular llega a integrarse a los componentes cósmicos hasta moverse sobre la misma órbita”. Este argumento es una hipótesis muy próxima al imaginario del mercado consumidor de los lectores del horóscopo.
Por otra parte George C. Vaillant (1901 – 1935) estadounidense y curador honorario de arqueología mexicana en el Museo Norteamericano de Historia Natural y, profesor honorario del Museo Nacional de Antropología de México, en su obra “La Civilización Azteca” (edición 2003) conjetura: “Los aztecas creían que habían pasado por cuatro o cinco edades, o Soles. Difieren los detalles; pero el testimonio tallado en la gran Piedra del Calendario azteca puede considerarse como la versión oficial de Tenochtitlan. La primera edad, Cuatro Océlotl, tenía a Tezcatlipoca como dios reinante quien, al final se transformó en el Sol, en tanto que los jaguares se comían a los hombres y a los gigantes que en aquel entonces poblaban la Tierra. Quetzalcóatl era el gobernante divino de la segunda Era, Cuatro Viento, a la expiración de la cual los huracanes destruyeron el mundo y los hombres se transformaron en monos”.
“El Dios de la Lluvia, Tlaloc, dio luz al mundo en la tercera época, Cuatro lluvia, que terminó por una lluvia de fuego. Chalchiuhtlicue, ‘Nuestra Señora de la Falda de Turquesa’, era una Diosa del Agua, que presidió con aptitud durante el cuarto Sol, Cuatro Agua, en el que tuvo una inundación que transformó a los hombres en peces. Nuestra Era presente, Cuatro Terremoto, está bajo dominio del Dios Sol, Tonatiuh, y será destruida a su tiempo por terremotos.”
“Si bien es cierto que las versiones según los lugares, parece existir una recapitulación de los grandes cataclismos producidos por inundaciones, erupciones volcánicas, huracanes y terremotos que acosaban a las comunidades de México antiguo. También hay un reflejo del orden en que los dioses alcanzaron prominencia en el culto local. En la historia de los mexicanos hay referencias a luchas dentro de la misma ciudad, entre los devotos de dos cultos para resolver la supremacía.”
El Universo mismo se concebía con un sentido religioso más bien que geográfico y se dividía horizontal y verticalmente en zonas de significación religiosa. El universo horizontal, quizá la concepción más antigua, reconocía cinco direcciones, los cuatro puntos cardinales y el centro. El Dios del Fuego, antiguo y fundamental en la religión mexicana, gobernaba la zona central. El Oriente estaba designado al Dios de la Lluvia, Tlaloc, y a Mixcóatl (Serpiente de nube), Dios de las Nubes, y era la región de la abundancia. En esta concepción, la geografía se combinaba con el rito, ya que la fertilísima llanura costeña de Veracruz es la fuente verdadera de la lluvias de estación, motivada por la condensación del aire caliente, cuando el Golfo de México queda expuesto a lo fríos vientos de la Altiplanicie central.”
“El sur se considera maligno, quizás a causa de la áridas regiones situadas al Sur de Morelos y de Puebla; pero tenía como deidades, dioses asociados con la primavera y con las flores, Xipe (El Desollado) y Macuilxóchil (Cinco Flor). El occidente que era la morada del planeta Venus, la Estrella de la Tarde, tenía, sin embargo, una significación favorable que se asociaba y se identificaba con Quetzalcólatl (Serpiente Emplumada), el Dios de la Sabiduría. El norte era una región sombría y terrible, gobernada por Micltantecuhtli (Dios de la Muerte), quien (y esta es una de las contradicciones tan frecuentes en la teología mexicana) estaba relacionado, a veces, con el sur.”
“El mundo vertical estaba dividido en paraísos e infiernos que no tenían significación moral, sino que eran simplemente mundos superiores e inferiores. El número de los paraísos variaba hasta trece y representaba la morada de los dioses, según su rango en la jerarquía, en el paraíso superior vivía el creador original y hacia abajo hasta el fin de la escala. Uno de estos paraísos correspondía a Tlaloc, quien recibía a los que morían ahogados, o por otras causas relacionadas con el agua, o fulminados por el rayo. Una escuela de pensamiento dividía los paraísos en oriental y occidental, conforme al paso del Sol. El oriental era el hogar de los guerreros, cuya muerte en la batallas o en el sacrificio nutría al Sol, y el occidental era el hogar de la mujeres que morían en el parto, sacrificándose a dar luz futuros guerreros.”
Los demás muertos iban al Mictlan, o mundo inferior. Tenían que vencer varios peligros antes de que pudieran continuar su vida allí, de tal manera que iban provistos de amuletos y obsequios para el viaje que duraba el sagrado número de cuatro días: El caminante tenía que ir entre dos montañas que amenazaban con aplastarlo, escapar primero de una serpiente, después de un cocodrilo monstruoso; cruzar 8 desiertos; subir 8 colinas, y soportar un viento helado que le arrojaba piedras y cuchillos de obsidiana. Después llegaba a un ancho río que cruzaba montado en un pequeño perro rojo, el que a veces se incluía en la tumba, junto con los demás objetos funerarios, para este objeto. Finalmente, al llegar a su destino, el viajero ofrecía obsequios al señor de los Muertos, quien lo enviaba a una de nueve diferentes regiones. Algunas versiones hacían que el muerto permaneciera durante un periodo de prueba de cuatro años en los nueve infiernos, antes de que continuara su vida en el Mictlan, cosa que, como el Hades griego, carecía de significación moral.”
“Como se ha dicho, los aztecas concebían su Universo con extendido horizontalmente hacia fuera y verticalmente hacia arriba y hacia abajo. El mundo dividido horizontalmente significaba la asociación de los poderes divinos con los fenómenos de la geografía y del clima. Este significado de la dirección es un concepto religioso habitual. El ordenamiento vertical de los paraísos tiene más bien que ver con el rango y el orden que con los fenómenos naturales. La jerarquía de los santos cristianos, con su reconocimiento implícito de posición y autoridad, se asemeja grandemente al concepto azteca de sus dioses. El culto azteca y el ritual cristiano tienen en gran parte la misma actitud hacia las distinciones entre filosofía y práctica y entre el punto de vista del teólogo erudito y el de los adoradores humildes.”
Los “trece paraísos” (días) de la supuesta cosmovisión del mundo de los habitantes del Altiplano mexicano, se asemejan a los siete círculos (días) de la “Divina Comedia” de Dante Alighieri o de los “doce dioses” del Olimpo de la mitología griega. El viaje al mundo de los muertos, Mitlan, duraba el “sagrado número de cuatro días”. ¿Existía la palabra sagrado en el idioma Nahatl? Atravesar “un ancho río que cruzaba montado en un pequeño perro rojo” se asemeja al relato de Alighieri cuando “llegados al río Aqueronte lo atraviesan en la barca de Carón”. Sin duda, los estudiosos del Calendario se dejaron llevar por el imaginario grecorromano y judeocristiano, meta relatos aún vigentes en el establishment cultural de México y del mundo occidental europeo.
No relacionar los veinte símbolos del tercer círculo o anillo circular con los fenómenos de la naturaleza del Altiplano de México y alrededores, sobre todo con la geografía de los cuatro puntos cardinales de la Antigua ciudad de Tenochtitlan, conlleva a construir relatos que no tienen ninguna relación con el mundo mesoamericano. Todo pueblo o cultura que deja formidables testimonios de información y conocimiento, como el mundo azteca, antes de arribar al estadio donde prevalezca la producción cultural abstracta, la producción cultural tiene relación con la naturaleza. Además, toda producción concreta, como lo es el Calendario Azteca, es resultado de la dialéctica entre la realidad concreta y el conocimiento del México Antiguo. ¿Moctezuma, la “Mujer Serpiente” y sus consejeros esperaban un Quetzalcóatl blanco? Es una pregunta hipótesis que lo dejamos para un estudio posterior.
Representaciones Simbólicas (semiótica)
Mediante una convención establecida entre el profesor y los estudiantes se decidió estudiar los veinte símbolos o formaciones simbólicas del tercer anillo o círculo del Calendario Azteca. Desde la perspectiva semiótica se indagó a quién o a qué algo representa cada uno veinte símbolos que, en la mayor parte de la literatura existente indican que representan a los días, sin relación con ningún fenómeno de la naturaleza mesoamericana, concretamente del Altiplano de México. Dado que la mayoría de los estudiantes de los salones 601 y 602 son miembros de unidades productivas familiares, relacionadas con la agricultura y la crianza de animales domésticos para consumo interno, en los distritos aledaños a la UIEM, se decidió analizar, en primer lugar, los cuatro fenómenos astronómicos del hemisferio norte de nuestro planeta. Quedó establecido que en la cultura popular del Altiplano de México, el equinoccio de primavera (21 de marzo), solsticio de verano (21 de junio), equinoccio de otoño (21 de septiembre) y el solsticio de invierno (21 de diciembre) son notables y omnipresentes, en las prácticas culturales, sociales y económicas.
El 21 de marzo, el contexto tiene relación con el símbolo representado por el caimán o lagarto, cipactli, que significa a la producción de la tierra, a la fecundidad de la tierra y al reptil que goza de los primeros calores al “salir” de la tierra; es el periodo de la siembra de la semilla. Luego de este equinoccio de primavera los días se alargan y las noches se acortan y, por lo tanto, es el comienzo del año agrícola, en la que tienen preponderancia simbólica y económica el maíz y el maguey.
El 21 de junio, el contexto está relacionado con el símbolo representado por la serpiente, coatl, que significa el inicio del verano, de la abundancia del agua, del desarrollo de los cultivos y de toda especie animal. En el verano del Altiplano abundan las víboras de agua (color verde); las serpientes cambian de piel para adecuarse al color de la vegetación del verano. En este solsticio de verano concluye el alargamiento del día y la reducción de la noche. Comienza el periodo en que los días se achican y las noches se alargan.
El 21 de septiembre, el contexto está relacionado con el símbolo representado por el mono, ozomantli, que significa el comienzo del otoño y la abundancia de frutos de los reinos animal y vegetal. En el Oriente del Altiplano de México, hay abundancia y una de las especies beneficiadas en el ozomantli o mono, que se alimenta de vegetales y animales pequeños. Luego de este equinoccio de otoño los días comienzan a achicarse y los noches a alargarse.
El 21 de diciembre, el entorno está relacionado con el solsticio de invierno, representado simbólicamente por el buitre, cozacacuacuhtli, que significa el comienzo del invierno. En el Altiplano de México las milpas quedaron limpias, los animales menores no tienen alimentos y los medianos herbívoros padecen la escasez de alimentos, convirtiéndose en presa del buitre, ave carroñera por antonomasia
Luego del análisis de las cuatro estaciones, clásicas del hemisferio norte, en el contexto de la geografía del Altiplano de México, previo acuerdo entre profesor y alumnos, se decidió analizar cada uno de los veinte signos como si fueran meses. Para ello, se dividió los 365 días por 20, obteniendo como resultado un mes de 18 días.
Luego, los estudiantes de los salones 601 y 602, a modo de examen escribieron un ensayo interpretando semióticamente el significado de los veinte símbolos del Calendario Azteca, desde la perspectiva de sus respectivos ámbitos culturales y familiares. Es decir se analizó cada símbolo desde la perspectiva de la experiencia y conocimiento de cada mundo familiar, en el contexto del Altiplano mexicano. El resultado fue notable desde lo ontológico, epistemológico y metodológico. Los estudiantes tienen relaciones genealógicas con los mazahuas, otomíes, tlahuicas y nahuátl, quienes desde antes de 1519 y hasta el presente, siempre fueron sujetos activos de la historia, de la economía, cultura y de la sociedad diversa mexicana.
Durante la estación del invierno, que está representado por los símbolos Buitre (Cozacacuacuhtli), Movimiento (Hollín), Cuchillo (Tecpaltl), y Lluvia (Quiahuitl) (mediados de diciembre, enero y febrero del calendario gregoriano cristiano), es el periodo tradicional en que se “corta o capa” el maguey para la extracción de agua miel, para la producción del pulque; la cadena productiva del agua miel y del pulque, tradicionalmente, dura un periodo que abarca desde el mes Hollín hasta el mes Conejo, Tochtli (enero – agosto). Este periodo es importante, por cuanto está significado por un pedernal o cuchillo; las principales actividades que caracterizan este periodo son: cortar o “capar” el corazón o quiote del maguey, para la extracción del agua miel (alimento de niños y madres y periodo de lactancia y, bebida medicinal); elaboración del pulque (bebida de un capital simbólico predominante en la cultura y prácticas sociales), recuperación de la fibra del maguey hilado; además, en el corte de cañas, faenas del venado, caza, etc., siempre, está presente el cuchillo.
Según la historia oficial, el pedernal o cuchillo, simboliza el instrumento para el sacrificio de los “guerreros vencidos para ofrendar a los dioses”. El término “dios” está presente en la mayoría de la literatura relacionada con el mundo de la ciudad de Tenochtitlan y la Confederación Azteca, en el ámbito del Altiplano mexicano. Los estudiantes del salón 701 y el profesor visitaron el Museo Nacional de Antropología e Historia, especialmente el pabellón Mexica. Las representaciones o formaciones simbólicas (testimonios materiales y textos), conjeturan que en la cultura y prácticas sociales de los aztecas prevalecía “los sacrificios humanos”. Cualquier persona descendiente de los pueblos nahuatl, otomí, mazahua, maya, etc., que visite el pabellón Mexica, egresa del mismo, desubicado, confundido y con la sensación de ser “culpable de hechos aberrantes”. En ningún lugar del Museo se encuentra un texto que haga explícita la invasión de Tenochitlan por los españoles genocidas, como tampoco, sobre su destrucción sistemática de la representaciones simbólicas, ocurrida desde el 18 de noviembre de 1519, antes del 13 de agosto de 1521 y posteriormente, hasta finalizar la despótica colonización e imperialismo hispano (1810).
Fuentes Consultadas
Manual del Astrologo
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