Uno de los primeros diáconos y el primer mártir cristiano; su fiesta es el 26 de Diciembre.
En los Hechos de los Apóstoles el nombre de Esteban se encuentra por primera vez con ocasión del nombramiento de los primeros diáconos (Hechos, 6, 5).
Habiéndose suscitado insatisfacción en lo relativo a la distribución de las limosnas del fondo de la comunidad, los Apóstoles eligieron y ordenaron especialmente a siete hombres para que se ocuparan del socorro de los miembros más pobres.
De estos siete, Esteban es el primer mencionado y el mejor conocido.
La vida de Esteban anterior a este nombramiento permanece casi enteramente en la oscuridad para nosotros.
Su nombre es griego y sugiere que fuera un helenista, esto es, uno de esos judíos que habían nacido en alguna tierra extranjera y cuya lengua nativa era el griego; sin embargo, según una tradición del Siglo V, el nombre de Stephanos era sólo el equivalente griego del arameo Kelil (del sirio kelila, corona), que puede ser el nombre original del protomártir y fue inscrito en una losa encontrada en su tumba.
Parece que Esteban no era un prosélito, pues el hecho de que Nicolás sea el único de los siete designado como tal hace casi seguro que los otros eran judíos de nacimiento.
Que Esteban fuera discípulo de Gamaliel se ha deducido a veces de su hábil defensa ante el Sanedrín; pero no ha sido probado.
Ni sabemos tampoco cuando y en qué circunstancias se hizo cristiano; es dudoso que la afirmación de San Epifanio contando a Esteban entre los setenta discípulos merezca algún crédito.
Su ministerio como diácono parece haberse ejercido principalmente entre los conversos helenistas con los que los apóstoles estaban al principio menos familiarizados; y el hecho de que la oposición con la que se enfrentó surgiera en las sinagogas de los “Libertos” (probablemente los hijos de los judíos llevados como cautivos a Roma por Pompeyo el año 63 antes de Cristo y liberados, de ahí el nombre de Libertini ) y “de los Cirineos, y de los Alejandrinos y de los que eran de Cilicia y Asia” muestra que habitualmente predicaba entre los judíos helenistas.
Que era destacadamente idóneo para ese trabajo, sus facultades y carácter, que el autor de los Hechos desarrolla tan fervientemente, son la mejor indicación.
La Iglesia, al escogerlo para diácono, le había reconocido públicamente como un hombre “de buena fama, lleno de Espíritu y sabiduría”(Hechos, 6, 3).
Era “un hombre lleno de fe y de Espíritu Santo”(6, 5) “lleno de gracia y de poder” (6, 8); nadie era capaz de resistir sus poco comunes facultades oratorias y su lógica impecable, tanto más cuanto que a sus argumentos llenos de la energía divina y la autoridad de la escritura Dios añadía el peso de “grandes prodigios y señales” (6, 8).
Grande como era la eficacia de “la sabiduría y el Espíritu con que hablaba” (6, 10), aun así no pudo someter los espíritus de los refractarios; para estos el enérgico predicador se iba a convertir pronto fatalmente en un enemigo.
El conflicto estalló cuando los quisquillosos de las sinagogas “de los Libertos, y de los Cirineos, y de los Alejandrinos, y de los que eran de Cilicia y Asia”, que habían retado a Esteban a una discusión, salieron completamente desconcertados (6, 9-10); el orgullo herido inflamó tanto su odio que sobornaron a falsos testigos para que testificaran que “le habían oído pronunciar palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios” (6, 11).
Ninguna acusación podía ser más apta para excitar a la turba; la ira de los ancianos y los escribas ya había sido encendida por los primeros informes de la predicación de los Apóstoles.
Esteban fue detenido, no sin violencia parece (la palabra griega synerpasan implica algo así), y arrastrado ante el Sanedrín, donde fue acusado de decir que “Jesús, ese Nazareno, destruiría este Lugar (el Templo), y cambiaría las costumbres que Moisés nos ha transmitido” (6,12, 14).
Sin duda Esteban había dado con su lenguaje alguna base para la acusación; sus acusadores aparentemente cambiaron en ultraje ofensivo atribuido a él, una declaración de que “el Altísimo no habita en casas hechas por la mano del hombre” (7, 48), alguna mención de Jesús prediciendo la destrucción del Templo y alguna condenando las opresivas tradiciones que acompañaban a la Ley, o más bien que la aseveración tan a menudo repetida por los Apóstoles de que “no hay salvación en ningún otro” (cf. 4, 12) no exceptuaba a la Ley, sino a Jesús. Aunque pueda ser esto así, la acusación le dejó impertérrito y “todos los que se sentaban en el Sanedrín... vieron su rostro como el rostro de un ángel” (6, 15).
La respuesta de Esteban (Hechos, 7) fue una larga relación de las misericordias de Dios hacia Israel durante su larga historia y de la ingratitud con que, durante todo el tiempo, Israel correspondió a esas misericordias.
Este discurso contenía muchas cosas desagradables para los oídos judíos; pero la acusación final de haber traicionado y asesinado al Justo cuya venida habían predicho los profetas, provocó la rabia de una audiencia formada no por jueces, sino por enemigos.
Cuando Esteban “miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba de pie a la diestra de Dios”, y dijo: “Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios”(7, 55), se precipitaron sobre él (7, 56) y le sacaron de la ciudad para apedrearlo hasta la muerte.
La lapidación de Esteban no se presenta en la narración de los Hechos como un acto de violencia popular; debe haber sido considerado por los que tomaban parte en él como la ejecución de la ley.
Según la ley (Lev., 24, 14), o al menos según su interpretación habitual, Esteban había sido sacado de la ciudad; la costumbre exigía que las personas que iban a ser lapidadas fueran colocadas en una elevación (del terreno) desde dónde, con las manos atadas, serían luego arrojados abajo.
Fue muy probablemente mientras estos preparativos se llevaban a cabo cuando, “dobló las rodillas y dijo con fuerte voz: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado” (7,59). Mientras tanto los testigos, cuyas manos debían ser las primeras en ponerse sobre la persona condenada por su testimonio (Deut., 17, 7), estaban dejando sus vestidos a los pies de Saulo, para poder estar mejor dispuestos a la tarea que les correspondía (7, 57).
El mártir orante fue arrojado; y mientras los testigos estaban empujando sobre él “una piedra tan grande como dos hombres pudieran llevar”, se le oyó pronunciar sus suprema plegaria: “Señor Jesús, recibe mi espíritu” (7, 58). Poco podía la gente presente, que lanzaba piedras sobre él, imaginarse que la sangre que derramaban era la semilla de una cosecha que iba a cubrir el mundo.
Los cuerpos de los hombres lapidados debían ser enterrados en un lugar designado por el Sanedrín: Si en este caso insistió el Sanedrín en su derecho no podemos afirmarlo; en cualquier caso, “hombres piadosos”, no se nos dice si cristianos o judíos, “sepultaron a Esteban, e hicieron gran duelo por él” (8, 2).
Durante siglos la situación de la tumba de Esteban estuvo perdida, hasta que (en el año 415) cierto sacerdote llamado Luciano supo por revelación que el sagrado cuerpo estaba en Caphar Gamala, a alguna distancia al norte de Jerusalén.
Las reliquias fueron exhumadas y llevadas primero a la iglesia de Monte Sión, luego, en 460, a la basílica erigida por Eudoxia junto a la Puerta de Damasco, en el lugar dónde, según la tradición, tuvo lugar la lapidación (la opinión de que la escena del martirio de San Esteban fue al este de Jerusalén, cerca de la puerta llamada de San Esteban por ello, no se oyó hasta el Siglo XII).
El sitio de la basílica de Eudoxia se identificó hace unos veinte años, y se ha erigido un nuevo edificio sobre los viejos cimientos por los Padres Dominicos.
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