Nació en Roma, de una familia patricia y cristiana.
Su bisabuelo, ya viudo, había recibido las órdenes y luego fue Papa bajo el nombre de Félix lll, que fue canonizado.
Su madre, Silvia, y dos de sus tías paternas, las monjas Tarsilia y Emiliana, son igualmente honradas como santas.
Habiendo entrado primero en la carrera administrativa, a la edad de 30 años Gregorio era Prefecto de Roma.
Apasionado de las grandezas terrenas, tras de prolongadas y penosas luchas se decidió a renunciar a ellas.
Enamorado entonces del ideal monástico realizado desde hacía medio siglo por San Benito, fundó de una sola vez seis monasterios en sus dominios de Sicilia, luego un séptimo dedicado a San Andrés en su propio palacio en Roma,donde él mismo, después de haber vendido sus bienes y distribuido su precio entre los pobres, conforme al precepto evangélico, abrazó la regla benedictina (año 573).
Al estudio intensivo de la Biblia y de los escritos de los Padres, unió la penitencia, con tal rigor que su salud, que ya era delicada, se puso en grave peligro.
Sin embargo, el Papa Benedicto I no tardó en arrancarlo de su soledad para crearlo cardenal-diácono regional, encargado de una de las siete circunscripciones de la ciudad (año 577). Y dos años más tarde el Papa Pelagio ll lo enviaba con el título de apocrisiario, o nuncio, a Constantinopla, donde estuvo seis años.
De nuevo en Roma, fue electo abad de su monasterio (año 585).
En esa época es cuando el encuentro con jóvenes esclavos anglo-sajones en el marcado le inspiró el designio de ir a evangelizar a Inglaterra.
Hacia allá se marchó; pero una sublevación popular obligó al Papa a llamarlo. A la muerte de Pelagioll, Gregorio fue aclamado Papa unánimemente por el senado, el clero y el pueblo; y luego, tras de una vana tentativa de fuga, confirmado por el emperador Mauricio.
El mismo compró a la Iglesia de su tiempo “con una barca vieja y carcomida, suspendida sobre el abismo y crujiendo como a la hora del naufragio” (Ep. l, 4).
Calamidades públicas, de peste, el hambre, la guerra, desolaban a Italia a continuación de inundaciones catastróficas y de la invasión de los lombardos.
La provincia de Aquilea se obstinaba en el cisma desde la condenación de los “tres capítulos”.
Y el emperador de Constantinopla, al igual que sus predecesores, trataba de usurpar la autoridad del Romano Pontífice.
Aparte de su inagotable caridad para socorrer a las desdichadas víctimas de los desastres, el Papa, ante la inercia de los poderes civilies, medió para negociar con los jefes bárbaros, y al menos en dos ocasiones, en 598 y en 603, logró obtener una tregua. Llegó un día en que la gente se preguntaba “si el Papa era un jefe espiritual o un rey temporal”. Y un epitafio lo llama “el Cónsul de Dios”. Por otra parte, supo poner en sus lugares, al mismo tiempo que al monarca mismo, a los patriarcas de Antioquía y de Alejandría, que se apropiaban el título de “Patriarca Ecuménico”.
Con la más alta idea de su cargo y de sus responsabilidades, buen cuidado tuvo en la elección de obispos y en controlar su administración; afirmó la supremacía del sucesor de Pedro no sólo sobre los representantes de la autoridad eclesiástica, sino también sobre los príncipes temporales, en particular en las naciones jóvenes que nacían entonces, tales como Francia, España, Inglaterra. Gracias a él, la Roma de los Papas iba a relevar a la Roma Imperial decadente.
Inmovilizado la mayor parte del tiempo por la enfermedad durante los últimos años de su pontificado, no por eso dejó de gobernar a la Iglesia, gracias a su genio luminoso, a su indomable energía y a su esplendente santidad. El aun preparó uno de los moviemientos de expansión que había de ser de los más fecundos de su historia: la conversión de las masas germánicas que desde hacía algunos siglos habían suplantado a las legiones romanas en Occidente.
Proclamado Grande y Santo aún en vida, desde el día de su muerte fue el objeto de un verdadero culto que desde Roma se extendió rápidamente en la catolicidad entera. Y desde entonces es el modelo más acabado de los Soberanos Pontífices.
Figura en el número de los “cuatro más grandes” entre los Padres y Doctores de la Iglesia, junto a San Ambrosio, San Jerónimo, y San Agustín.
Obras
Obra dividida en cuatro partes, cuyos títulos por sí solos expresan muy claramente el contenido: l) Las condiciones para alcanzar la vida pastoral; 2) las cualidades que requiere el verdadero pastor; 3) la manera como el pastor debe enseñar a su pueblo; 4) invitación al pastor a considerar su propia debilidad. Este libro fue traducido inmediatamente al griego, para el uso de los Orientales, por Anacleto ll, Patriarca de Antioquía. Y tres siglos más tarde, el Rey de Inglaterra Alfredo el Grande lo tradujo al anglosajón.
Los “Diálogos”, que tienen por subtítulo “Vida y milagros de santos italianos e inmortalidad de las almas”, refieren a un amigo de juventud, el diácono Pedro, rasgos milagosos debidos a la intercesión de diversos santos personajes, entre ellos San Paulino de Nola: de los cuatro libros que integran la obra, uno entero está consagrado a San Benito de Nursia. Y el relato de ciertas visiones igualmente milagrosas tiende a probar con hechos la sobrevivencia del alma después de la muerte. Allí es donde vemos anunciada, entre las formas de sufragios a intención de los difuntos, la eficacia especial de las misas celebradas durante 30 días consecutivos, sin interrupción, lo que ha dado lugar a la práctica siempre en vigor conocida con el nombre de “misas gregorianas” o “treintena gregoriana”.
Las “Morales” son un comentario en 35 capítulos del libro de Job. La explicación literal e histórica no es allí sino sumaria para dar lugar a desenvolvimientos morales y místicos.
Cuarenta “Homilías sobre el Evangelio”, pronunciadas por el Pontífice en su Catedral, siguen siendo una mina siempre explotada para las lecciones del ogicio litúrgico y las lecturas espirituales de comunidades religiosas.
Veintidós “Homilias sobre Ezequiel” fueron el tema de instrucciones de San Gregorio al pueblo de Roma durante el sitio de la Ciudad por los lombardos. “Modelos de elocuencia pastoral y de la predicación litúrgica” (P. Batiffol. S. Grégoire le Grand).
Tenemos igualmente “explicaciones de textos del Antiguo y del Nuevo Testamento”, sacadas de diversas obras de San Gregorio, por S. Patero.
El Registro oficial de la correspondencia de San Gregorio comprende 848 Cartas repartidas en l3 libros, y es ciertamente incompleto. La doble variedad de los destinatarios y de las materias tratadas da una idea de la envergadura de su genio y de la extensión de su actividad. Hay allí, además, una fuente de enseñanzas extremadamente preciosa tanto sobre la vida del Santo mismo como sobre las costumbres y las relaciones internacionales de su tiempo. Se trasluce allí en muchos pasajes la influencia de los principios agustianos de la “Ciudad de Dios”.
El nombre de San Gregorio Magno está ligado por la tradición a la constitución o a la reforma de la liturgia.
Y así se le atribuye la composición de antifonarios, el de la Misa y el del oficio. Aunque ciertos críticos modernos creen encontrar en ellos la huella de Pontífices más recientes, en particular de otros dos Gregorios, el segundo y el tercero de este nombre, parece claro que el fondo mismo de la obra se remonta a San Gregorio Magno (Batiffol).
Igualmente se le niega ahora la paternidad del canto litúrgico o canto llano, siempre calificado sin embargo de “canto gregoriano”, ¿para no concederle más que el patronato honorífico? (Dom G. Froger, Origine, histoire et restitution du chant liturgique).
¿En qué medida es también San Gregorio Magno el autor del Sacramentario? Su biógrafo, el diácono Juan, lo precisa claramente: “En un solo libro condensó el sacramenttario gelasiano, haciendo en él muchas eliminaciones, algunos cambios y algunas adiciones” (Vida de San Gregorio, ll, l7).
Obra de reforma y de puntualización, consiguientemente, más que composición directa.
A un prefecto de Africa que le pedía consejos, San Gregorio le contestó así: “Estudiad los escritos del bienaventurado Agustín, vuestro compatriota; cuando hayáis gustado de su harina pura, ya no pediréis nuestro salvado”. Hablaba por experiencia, porque este hombre genial no temió hacerse humilde discípulo de un maestro a quien consideraba insuperable. Ninguna novedad en su teología, sino una fidelidad constante a la doctrina del Obispo de Hipona en todos los puntos esenciales del dogma católico: Gracias preveniente y predestinación gratuita; Maternidad divina y Virginidad perpetua de María; necesidad y valor redentor de la Pasión de Cristo; presencia real de Jesucristo en la Eucaristía y carácter sacrificial de la Misa; juicio particular que fija la suerte de las almas inmediatamente después de la muerte; bienaventuranza en la visión de Dios para los justos, reprobación y pena del infierno eterno para los impíos, añadidura de expiación temporal en el purgatorio para las que no han acabado su penitencia aquí abajo; en fin, resurrección de la carne y juicio último con el segundo Advenimiento de Cristo en su gloria, ¿que puede ser muy próximo?
Lo que sin embargo da a su enseñanza cierta originalidad es el sentido práctico del pastor que renuncia de buena gana a las especulaciones para poner las verdades al alcance de la generalidad, y subrayar su aspecto moral aplicable a la conducta de los cristianos. Cuando comenta la Escritura, su exégesis es absolutamente fiel a los tres sentidos tradicionales del texto sagrado: el sentido literal o histórico, el sentido alegórico en virtud del cual el Antiguo Testamento es la figura del Nuevo, pero insiste con predilección en el sentido moral. Y este método ha hecho de él el gran moralista cuya autoridad se impuso a los teólogos de la Edad Media: hasta 375 citas de San Gregorio se han notado en la segunda parte (Moral) de la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino.
En fin, San Gregorio, sin apartarse jamás de la tradición, es más personal cuando trata de la vida espiritual contemplativa, porque sus escritos son entonces un eco de su experiencia íntima: a tal punto que se le ha podido colocar entre San Agustín y San Bernardo como “ uno de los Maestros de la mística de Occidente”.
Un título excepcional al Doctorado, propio de San Gregorio Magno, fue el haber llevado la fe cristiana a poblaciones paganas y bárbaras, preparando así la “cristiandad europea”: “La Roma de San Pedro comienza sus conquistas donde la Roma de Augusto termina las suyas: por la bretaña y la Germania” (Ernest Lavisse).
No se había olvidado él de los trel jóvenes rubios de ojos azules que una fortuita circunstancia, más bien providencial, le había hecho descubrir otrora en el mercado de esclavos de Roma.
El deseo que en él nació de hacer “del pueblo de los Anglos un pueblo de Angeles”, había sido entonces violentamente impedido, y su tentativa de marchar hacia Inglaterra había fracasado.
Lo que no había podido hacer por sí mismo, lo haría ya mediante los suyos, los monjes de su monasterio romano, y con medios decuplicados.
En el año de 596, a pesar de sus vacilaciones ante semejante aventura, el Prior Agustín, y 40 religiosos, por orden formal del Papa y reconfortados con sus estímulos, se embarcaron para la lejana isla que no les era conocida sino por terríficas leyendas.
Una Reina ya cristiana, Berta la Parisima, preparó la entrevista de los misioneros con elRey Etelberto. Pronto conquisto por el ideal cristiano, el príncipe se hizo bautizar al año siguiente con un gran número de subalternos. El Santo Padre le confirió luego a Agustín la dignidad de Arzobispo, mientras que el Rey le cedía su propio palacio de Cantorbery.
Y desde su cuarto de enfermo, San Gregorio les daba todavía a sus misioneros instrucciones precisas para su apostolado: “No destruir los templos paganos, sino bautizarlos con agua bendita, levantar altares en ellos, y allí poner reliquias. Donde el pueblo acostumbre afrecer sacrificios a sus ídolos diabólicos, permitirle celebrar, en la misma fecha, festividades cristianas en otra forma.
Por ejemplo, el día de la fiesta de los Santos Mártires, hace que los fieles levanten enramadas y organizar ágapes. Las manifestaciones exteriores favorecerán la eclosión de los gozos interiores.
No se puede eliminar de sus fieros corazones todo elpasado a la vez; no es a brincos como se sube una montaña, sino a paso lento sostenido”.
Teólogo y moralista, San Gregorio es también el autor de una carta de misiones en país infiel. A distancia tanto como en lo inmediato, se revela organizador eficaz: audaz en sus proyectos, firme en sus decisiones, minucioso en la ejecución, heredero de los grandes administradores que había hecho el Imperio, y avanzada de los grandes Papas que harán la cristiandad.
San Gregorio Magno nació en Roma, alrededor del año 540, en el seno de una familia patricia, de donde salieron varios Papas y numerosos santos. En el 572 fue nombrado prefecto de la Urbe.
Dos años después abandonó la carrera política para abrazar el estado religioso. Ordenado diácono por el Papa Pelagio II en el 579, fue enviado a Constantinopla como Nuncio. De vuelta a Roma, San Gregorio ejerció las funciones de consejero y secretario del Romano Pontífice. En el 590 la Ciudad Eterna sufrió el azote de la peste. Una de las primeras víctimas fue el Papa Pelagio II. El clero, senado y pueblo romano reunidos eligieron unánimemente al antiguo prefecto para que ocupara la
cátedra de San Pedro.
San Gregorio Magno es considerado uno de los grandes maestros de la espiritualidad clásica occidental. Hombre de inteligencia privilegiada y de amplia cultura, ha dejado una profunda huella como Papa y como Padre de la Iglesia.
Su celo apostólico tuvo una amplia proyección en la labor de evangelización realizada durante su pontificado, que tuvo como fruto la conversión de los longobardos y de los anglosajones. Además, con su actuación contribuyó a la reafirmación de la unidad de la Iglesia y del Primado del Romano Pontífice.
Además de varios libros de carácter exegético, histórico y moral (es famoso su Comentario al libro de Job, conocido con el nombre de Moralia, y la Regla pastoral, un clásico en la historia de la Iglesia sobre el modo de comportarse los pastores), se conservan cuarenta Homilías sobre los Evangelios. Las veinte primeras fueron leídas al pueblo por un notario de la Iglesia romana en presencia de San Gregorio, que no podía predicar a causa de una enfermedad.
Las otras veinte las predicó personalmente, no sin esfuerzo, al pueblo romano, reunido en las basílicas para
celebrar las festividades litúrgicas del año 591.
San Gregorio se manifiesta en todas ellas como un predicador popular habilísimo.
Habla al pueblo de forma sencilla y paternal.
No toma como materia problemas teologícos profundos ni abusa de la interpretación alegórica. Expone los pasajes escogidos con claridad y los aplica con feliz intuición a los casos prácticos de la vida.
San Gregorio Magno fue, por su formación y su genio, el último de los grandes espíritus romanos de la antigüedad.
Falleció en el año 604.
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