Algunos dicen que los duendes son simplemente un producto de la imaginación. Todos aquellos que piensan eso, no saben de esta historia. En verdad sí existen y son muy inteligentes, es más, con un coeficiente intelectual diametralmente opuesto a su tamaño real.
En promedio miden unos treinta y seis centímetros de altura, tienen la costumbre de resolver los problemas de los humanos y en el fondo ese es el ligamen que los une desde tiempos inmemoriales. Al igual que muchas otras criaturas vinculadas a esos animales que “razonan”, hablan y levantan grandes edificios, también los duendes están en peligro de extinción.
Ya quedan pocos en el planeta y al contrario de cómo pensaba el imaginario colectivo, los duendes viven por todo lado, no solamente en algún país europeo olvidado. Los pequeños genios tienen toda la contextura de un humano de principio a fin, pero son narizones en exceso, con orejas puntiagudas, de barbas blancas trenzadas y poseen unos ojos que cuando miran pueden hipnotizar a cualquiera que los ve.
Pero no todos tienen el privilegio de encontrarse con alguno y es más, se protegen de ser vistos porque sirve como un mecanismo de defensa para que no se muera alguno de los seiscientos setenta y cinco que quedan repartidos por ahí. Todos tienen un pacto: mantenerse vivos de los depredadores, de los investigadores, de los curiosos, de los niños inquietos o de aquellos que se hacen millonarios investigando los fenómenos paranormales. Y lo han logrado.
Los duendes pueden ser vistos solamente por los niños que no hablan o que apenas empiezan a desarrollar el lenguaje, aquellos “peques” menores de seis años, exclusivamente los de buenos sentimientos. Dicho de otro modo, son pocos los privilegiados, porque con la televisión y la modernidad, los infantes pierden la inocencia y la pureza cada vez a edades más tempranas.
En el clan de los duendes sobresale uno, Ñoqui, el duende de la invisibilidad. Dentro del equipo cada uno tiene una misión, todos poseen una magia particular y en el caso de Ñoqui, su fuerte es sin duda la capacidad para los inventos. Ya casi cumple los ciento treinta años de vida (por cierto, los duendes viven en promedio seiscientos años) y a su edad juvenil, puede sentirse orgulloso por ser el verdadero inventor de lo último de la tecnología de los humanos.
Si alguna vez a usado un teléfono celular, conoce los Ipod, ha navegado por Internet o se ha divertido con un GameBoy no dude en darle las gracias a la creatividad de Ñoqui. Por cierto, es el autor intelectual del concepto de la tele transportación y la usa siempre, pues la adaptó a su reloj de pulsera especial, utilizado para viajar de un lugar a otro con tan solo oprimir un botón.
Bueno... algo sí tiene este inteligente el pequeñuelo, hay inventos propios que guarda en total secreto y dice que se los va a llevar hasta la tumba, pues los seres humanos aún no están preparados para ciertos conocimientos.
El sabio Ñoqui siempre planea una estrategia. Observa a los humanos cuando duermen, los estudia mientras están despiertos y si pasan la prueba de la humildad del corazón, les habla al oído, les sugiere alguna idea novedosa, vanguardista que culmina en un invento exitoso en el mundo. La fama, el dinero y el consumo excesivo, es lo que pasa luego de que el secreto es revelado en el afortunado oído.
Por alguna extraña razón, Ñoqui tiene cierta preferencia por las orejas de gente Made In Japan.
Su invento más reciente es un aparato capaz de desaparecer los objetos y las personas, inclusive a los duendes, en realidad, cualquier cosa. Este dispositivo fue bautizado como “el control remoto de la invisibilidad”. Ñoqui pensó que sería genial para su clan, sus hermanos de sangre para que pudieran ocultarse o mostrarse a su antojo, incluso en el caso de los niños problema, capaces de revelar a sus padres el secreto de su existencia.
Pero un dilema en formato de pregunta pasaba por su creativa cabeza: ¿Los humanos estarán listos para semejante conocimiento y avance tecnológico? La respuesta que se dibujaba en su corazón era un rotundo y contundente NO del tamaño de una catedral gótica.
Los motivos serían muchos y las razones serían inmensas, pues si el duende seleccionaba mal al humano de su último invento, podría volverse loco de poder y hasta podría terminar desapareciendo a todo el mundo para llenarse de avaricia y convertirse en el hombre más rico del mundo. También desaparecería a su antojo a todos los que les caen mal o a aquellos que obstaculizaran su paso.
En resumen, el portador del secreto de la invisibilidad debería de ser una persona sencilla, pero ante todo extremadamente noble, sin mucha codicia en sus pensamientos. En verdad la tarea de la selección no era nada sencilla en esta ocasión.
El pobre de Ñoqui pasó varias noches visitando vecindarios, ciudades, urbanizaciones y cuanta casa se encontró, pero nada, nadita de nada. Todos los dueños de las orejas no eran lo suficientemente nobles de corazón.
Finalmente luego de tanta búsqueda, se metió camuflado por la puerta en la que sale el perro del dueño de la casa, una tamaño exacto y cómodo para Ñoqui, quién presuroso se escabulló por la cocina de aquel que sería el elegido.
Bernardo Mena es un científico de profesión, químico, para ser más específicos- Siempre en su laboratorio trataba de inventar cosas con un único fin: mejorar la vida de sus semejantes. No pertenecía a una familiar pudiente ni mucho menos más bien todo lo que tenía hasta su más desgastado tubo de ensayo se lo había ganado con las reacciones químicas de un cerebro que no paraba de trabajar. Pero el futuro de Mena era promisorio y además, era noble de corazón.
Luego de una experimental y agotadora jornada de trabajo Bernardo decidió irse a dormir más temprano de lo normal, a eso de la dos y quince de la madrugada. El científico vivía de manera solitaria, pues la fórmula para entender a las mujeres nunca la había encontrado. Su compañero de andanzas y guardián de sus secretos era Copérnico, su perro salchicha.
¡Que dicha que se fue a dormir más temprano!, pues la noche le tenía una sorpresa de lujo. Cuando estaba realmente dormido Bernardo soñaba cosas extrañas, pero nunca se imaginó en la posibilidad de que un duende le hablara al oído.
Ñoqui revisó a su candidato de pies a cabeza y confirmó que dormía plácidamente. Llevó su boca al oído y con voz rugosa le preguntó: “¿Cuál es tu máximo deseo en la vida?”. Él le respondió obviamente entre dientes y dormido: “Mmmmmm inventar algo impooortanteeee, para ayuuuuuudarrrrr a los demaaaaásss, eso es lo que haría un buen científicooooooooooooo por la humanidad”.
El duende lo volvió a ver fijamente y le susurró que en el mundo de los humanos ya son pocos en los que piensan en los demás, pero como él era una excepción le iba a dejar en su mesita de noche uno de sus más poderosos inventos: el control remoto de la invisibilidad. Antes de irse, sacó de un pequeño bolso el prototipo del control, apuntó hacia su pecho, oprimió el botón rojo principal y pluuuuuuuuuf se evaporó en el aire y ya no era visible.
Junto a la cama de Bernardo flotaban unas hojas con dibujos, el control remoto único en el mundo de los duendes y los humanos y una pequeña nota escrita a mano que decía:
En tus manos tienes el poder de la invisibilidad, es fácil de usar... solamente tienes que apuntar con precaución e inteligencia este control remoto. Recuerda siempre: puede ser una peligrosa arma de dolor o una encantadora herramienta de alegrías. Si le cuentas a alguien que este invento apareció mientras dormías el primero en desaparecer serás tú.
Los científicos tienen la costumbre de levantarse en la madrugada para seguir trabajando, especialmente si tienen sueños extraños.
Exactamente así le pasó a Bernardo, quién abrió los ojos, llamó a Copérnico a viva voz, se estiró cuán largo era, prendió la lámpara de su mesita de noche y encontró la nota, escrita en un papel que nunca había visto y en letras doradas.
Lo primero que pensó fue en lo poco probable de la situación, no tenía una explicación científica. Miró el aparato, le pareció un control remoto común y silvestre, pero con el afán de quitarse la curiosidad le apuntó a la puerta de su cuarto y desapareció inmediatamente.
Para sus adentros pensó que semejante invento debería ser resguardado, protegido de los ambiciosos y decidió desaparecer el control remoto de la invisibilidad, pues el mundo aún no se lo merecía. Junto a Copérnico, buscó un espejo y cuando lo encontró hizo una prueba, colocó el control en el suelo, apuntó, oprimió el botón rojo y el espejo desapareció.
De primera entrada el control remoto no sufrió efectos secundarios, pero a los pocos segundos se fue desvaneciendo, al igual que la mano de Bernardo. Al darse cuenta de lo que ocurría, decidió utilizar el control remoto de la invisibilidad en su contra, antes de que desapareciera para siempre. Y finalmente tanto el científico como el invento ya pertenecían al mundo de lo invisible. Copérnico con su olfato logró ubicarlo aunque no lo veía y no solo eso, logró darse cuenta que aún en el cuarto observando todo se encontraba Ñoqui el duende inventor.
Aunque los duendes tienen la regla de nunca hablar con humanos, el inventor no pudo contener el deseo de preguntarle por qué había actuado de esta forma. Bernardo no tuvo miedo al ver al duende y le respondió que con la decisión lograría convertirse en un ángel y ayudarle a los demás sin ser visto nunca más.
Ñoqui no podía creer su decisión pero lo apoyó, conversó con él un gran rato, le dio algunos consejos de la esencia de la invisibilidad y le explicó que luego de hacer sus tres primeras buenas obras, siendo humano e invisible, le empezaría un leve dolor en dos zonas de la parte alta de la espalda y sería acreedor de un par de alas.
El duende había realizado una excelente elección, pero decidió guardar el secreto para él mismo pues aún los humanos no estaban listos para tales invenciones, ya tenían demasiados enredos tecnológicos. Tomó varias decisiones: guardar en su bolso los dibujos, la nota, el control remoto invisible, volver con los suyos y seguir creando más inventos. Así que cuando el lector de este cuento conozca acerca de un nuevo invento o avance de los humanos, dude un poco, porque quizás el responsable sea Ñoqui, el duende de la invisibilidad.
Georgina Elena Palmeyro
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