Tristeza gris sobre la quita ciudad a orillas del Zamora. Pesadez de siesta flotando en el ambiente. Arrimadas unas a otras las viejas casas de un solo piso, con sus patios llenos de maleza y geranios, parecen estar deshabitadas. De rato en rato una mujer sale de una habitación para volver a desaparecer en otra, sin turbar más que como una aparición la monotonía del paisaje.
Las calles empedradas que por todos lados conducen a los ríos que circundan la ciudad, ahora están desiertas. Los perros durmiendo sobre las aceras también participan de la languidez habitual de la tarde.
Enjaulada en la escuela de bullanguería de los niños y amarrados los hombres al trabajo, sólo la esposa cose remienda o hila en la intimidad del hogar cuando no es ella la que regresa del río con la policromía de su batea de ropa va poniendo una nota de color en las solitarias callejas.
El centro de la urbe tiene casas mejor presentadas y generalmente de dos pisos, con la infaltable tienda de víveres o un desgarbado almacén frente a cuyo mostrador pasa un hombre o una mujer durmiendo la mayor parte del tiempo y atendiendo de repente entre bostezo y bostezo a la escasa clientela que diariamente le visita.
Así, en una de esas casas situada en la calle principal pero hacia el sur de la ciudad, vivía una dama solterona a que pasaba igual que los demás de su oficio dormitando las tardes tras el mostrador de su almacén. Las comodidades de que gozaba y la vida sedentaria que llevaba, no pudieron por menos que volverla sumamente voluminosa y la grasa terminó borrando sus facciones otrora regulares y bonitas.
Hasta que cumplió los cuarenta años había alentado la esperanza de encontrar un compañero para su solitaria vida e hizo lo posible por mantenerse esbelta y conservar algo de su hermosura, pero una vez cruzado ese dintel, la desesperanza invadió todo su ser y hasta los principios religiosos que aprendió en los lejanos años de su niñez murieron ahogados por esa ola de despecho que la inundaba.
No pensó más entonces que vivir para satisfacer todos sus caprichos gastando la fortuna que había heredado de sus padres.
No tengo para quien vivir ni para quien guardar mi dinero decía desdeñosamente cuando alguien le comentaba algo acerca de la vida disipada que llevaba, y como las fortunas se hacen humo cuando de ellas no se cuida, llegó un día en que la riqueza de la señorita María Filomena se redujo a unas cuatro antiguallas en muebles, aparte del almacén que cada vez se lo miraba más vacío.
Mira Filuchita lo que es la vida: tus parientes ya no quieren prestarte un solo céntimo. Dicen que ya no tienes con que responder y que estás arruinada.
Así llegó diciendo la vieja escuálida, misteriosa y parlanchina que la cuidó desde niña y que a raíz de la muerte de sus padres, se había convertido en la única persona que cuidaba de ella y le hacía compañía.
¡Qué me importa! contestó la dama en forma displicente y agregó:
Prepárate para ir vendiendo los muebles que me quedan hasta que se acabe todo... ¡absolutamente todo! ¿Me entiendes?
Pero... Filuchita... y después de eso... ¿qué haremos?
Tú verás lo que haces con tu persona. Lo que es yo me largaré de aquí y no me volverán a ver nunca, aunque por allí me muera como un perro.
Y diciendo esto dio media vuelta y fue a refugiarse en su dormitorio sin alcanzar a ver la chispa de maligna alegría que brilló en los ojos de la vieja sirvienta.
¡Doña Sabina...! ¡Doña Sabina...! ¡Soy yo Valeria...! Abra un ratito gritaba la vieja sirvienta de la señorita Filomena a la puerta de la tienducha negra y miserable, a cuyo dintel asomó su cara otra vieja de aspecto más sucio y renegrido que la misma tienda.
¡Doña Valeria! ¿Qué vientos la traen por aquí? cuando yo creía que ya se había olvidado el camino...
¡Ay, doña Sabina! cuando las penas llegan, no llegan solas y una tras otra nos van cerrando el cerco sin dejarnos ni una sola tranquita por donde salir.
Ya ve... doña Valeria... ¿Qué le dije la otra vez...? Déjese de regodeos y hagamos esa "visita" a Zamora Huayco... Pero usté no quiso ni oír y ahora anda en apuros... Ya ve lo bien que está la Josefa, la Pancha y todas las que se han de remilgos y pucheros...
Pero si ahora usté quiere... mañana mismo podemos ponernos en camino porque ¡justo cae último viernes del mes!
¡Ay doña Sabina! en eso mismito he andado pensando todo este tiempo y lo único que me atajaba era la niña Filuchita... Pero ahora que la veo tan desesperada, estoy segura que no se va a negar...
¿La niña Filuchita ha dicho...?
¡Claro! Mi niña Filuchita que ahora si está dispuesta a vender su alma al diablo...! ¡y con ella si me voy con usté de mil amores!
No hay entonces de qué más hablar... Tiene esta noche y todo el día de mañana para que la convenza a su niña Filuchita y a las siete de la noche iré a la casa de ustedes para emprender el "vuelo" a Zamora Huayco.
Hasta mañana... entonces... doña Sabina...
Hasta mañana doña Valeria y... ¡cuidadito con volverme a fallar...!
A las seis de la tarde con el tañido del Angelus, la gente acostumbraba tomar su merienda, luego se rezaba el Rosario y a las siete de la noche representaba el momento propicio para iniciar el reposo que no significaba precisamente ir a la cama sino recogerse dentro de las tertulias familiares, pues las calles alumbradas sólo de trecho en trecho por la escasa luz de los faroles no ofrecían ninguna seguridad para el viandante.
A partir de aquella hora, en cambio la situación se presentaba propicia para las picardías, maldades y brujerías de quienes se escudaban a las sombras de la noche para practicar el mal. Y era precisamente a esa hora siete de la noche cuando el grupo de viejas que practicaban maleficios empezaba a salir de sus casuchas para dirigirse a la cueva de Zamora Huayco en donde se aseguraba que las brujas adoraban al mismo demonio.
Muy puntual a la cita la vieja haraposa de doña Sabina, saboreando la dicha de su nueva conquista, a las siete estuvo en la casa de la señorita Filomena. Luego de exhortar a ésta y a su vieja criada para que renegaran de las cosas santas, les hizo repetir la fórmula que las pondría en condiciones de llegar a la cita de Zamora Huayco e inmediatamente se sintieron transformadas en algo liviano y pequeño, que cuando la vieja Sabina dijo ¡vamos!, se elevaron fácilmente por el aire y partieron en silencioso vuelo.
Cuando volvieron a recobrar el dominio de sus facultades humanas, la señorita Filomena y doña Sabina se encontraron sentadas sobre unas grandes piedras que a manera de asientos se hallaban distribuidas en semicírculo dentro de una enorme y obscura cueva la que llegaba un rumor de un cercano río.
Decenas de voces provenientes de otras tantas personas sentadas sobre las piedras, de rato en rato dejaban oír un ininteligible susurro y en medio de la cueva alumbrada por la luz de una hoguera estaba un enorme chivo con una cabeza exactamente igual a la del demonio.
Un terrible escalofrío sacudió el cuerpo de la señorita Filomena y sintió el impulso de huir despavorida, pero la vieja Sabina le apretó fuertemente el brazo y los ojos de Valeria la fulminaron como dardos de fuego, de modo que comprendió que no podía echarse atrás y resolvió afrontar la situación, cuanto más que había estado resuelta a todo cuando aceptó la propuesta de las dos brujas.
Después de aquellos roncos susurros que duraron momentos que le parecieron interminables, las brujas comenzaron a levantarse de sus asientos e iban a postrarse a los pies del chivo con cabeza de demonio y luego de que le besaban las patas, recogían del suelo una bolsa de cuero llena de monedas que tintineaban al chocar unas con otras denunciando su contenido.
Terminado este ritual las brujas volvían a pronunciar el estribillo que las transformaba en murciélagos, pavos u otras aves voladoras y retornaban a sus viviendas en donde luego adquirían otra vez su forma natural.
¿Qué te pareció Filuchita, la reunión de anoche en Zamora Huayco...?
¡Ay, Valeria...! dijo la señorita Filomena con un cansancio en la voz cual si hubiera regresado de un largo viaje.
¿Qué te pasa, Filuchita, qué te pasa? inquirió curiosamente la vieja.
¡Nada, nada...! Solamente siento un cansancio como si tuviera el cuerpo molido. Pero sí debo decirte que no me gustó en absoluto esa porquería de anoche.
¡Ay mi Filuchita! ya vas a tener un mes entero para descansar y más que nada para disfrutar de esas preciosas monedas de oro que trajimos del "viajecito".
A ver, trae acá para verlas, pues yo creo que no son más que pura fantasía...
No hay tal. Aquí están para voz mismitico compruebes que son de oro purísimo...
Y diciendo esto, la vieja hizo restallar sobre la mesa aproximadamente una docena de brillantes monedas de oro.
Ah! si es así concluyó la señorita Filomena bien vale la pena seguir besando las patas del chivo.
Con el dinero que traía de aquellas reuniones de brujas en Zamora Huayco, volvieron los parientes los amigos y hasta los admiradores de la señorita Filomena y entre estos últimos se contaban los vecinos del cuartel de infantería que quedaba a pocos metros de su casa.
Una noche cuando dos de ellos hacían guardia y se paseaban por el patio del cuartel, aproximadamente a las siete de la noche vieron salir de la casa de la señorita Filomena a dos animales que parecían pavos y en callado vuelo pasaron sobre sus cabezas en dirección a Zamora Huayco fue tan inesperado lo que vieron que no se atrevieron ni siquiera a levantar el rifle, pero tuvieron cuidado de seguir escrutando el firmamento y no se sorprendieron demasiado cuando vieron retornar silenciosamente a los animales voladores que antes habían pasado por allí.
Momentos antes habían sonado las doce campanadas de la medianoche en el campanario de la iglesia de San Sebastián y los dos guardias en parte con miedo y en parte con curiosidad apuntaron su rifle en dirección de los dos animales que se acercaban volando bajo y cadenciosamente. Su error fue apuntar los dos al más grande, de modo que una sola de las pavas cayó pesadamente sobre el patio del cuartel, mientras que la otra siguió su camino hasta descender en dirección de la casa de la señorita Filomena.
Cuando los guardias vieron caer al animal, corrieron a mirarlo. Pero su sorpresa no tubo límites, cuando en vez del animal, se encontraron con el cuerpo ensangrentado de la señorita Filomena.
Uno de los tiros le había perforado la cabeza y otro el corazón. Entre los estertores de la muerte la agonizante pidió a los guardias que por favor la llevaran y la dejaran morir en su casa sin decir de ello un apalabra a nadie.
Los guardias accedieron a su petición y luego de dejar a la moribunda en manos de la vieja sirvienta que los había estado esperando en la puerta, regresaron a su cuartel y sacrificaron a un perro para justificar el ruido de los tiros y la presencia de la sangre que había quedado regada sobre el patio.
Georgina Palmeyro
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