Mi abuelo siempre sabía buscar la famosa Renüpulli, la salamanca que hay a las orillas del Lago Lácar. La cueva de brujos de la que su padre, que se llamaba Cheukemilla, tantas veces le habló.
Por aquel entonces, el padre de mi abuelo no vivía en el lago, pero se fue a perder por ahí.
Siempre había querido descubrir la Salamanca, quería estudiar la brujería para ser brujo. Pero no conocía la palabra santa, nunca la supo hallar.
La noche estaba oscura y no encontró el camino. De aquí para allá andaba, en la orilla andaba, y no oía más que el sholpín de la diuka de noche, que se va a dormir después que despierta la diuka del día.
Pero él no sabía salir de la maraña de las rocas partidas, aunque había habido buen agüero, que a la mañana, cuando salió de su casa, un zorro se le cruzó de izquierda a derecha.
¿Dónde andaba la suerte ésa?
Sin querer dijo una palabra muy mala, que a veces había escuchado, que no sabía qué quería decir.
¡Ay, ay, ay, ay! Entonces, de repente, oyó voces, cantos, música, risa de chicos. Había caballos que relinchaban, gatos maullaban, ladraban perros, mugían vacas, de toda clase de animales se oían, que parecía que salía de abajo de tierra.
Fue detrás de los ruidos, tanteando y golpeando las rocas, hasta que vio una abertura que no había visto, que quedaba a la izquierda del lago, si se mira de Pukaullu.
Estaba ahora parado en una cueva y una muchacha había, una linda muchacha que lo llamaba, que le hacía entender que hiciera la señal de la cruz y avanzara no más.
La cueva era de más o menos una cuadra de largo, igual de ancho y muy alta, que llenaría una montaña. Dentro salían caminos, pasillos que debían ir a otras cuevas.
Clarito, pero clarito, se oía bramar el lago. Y todavía más claro se sentían las voces que había oído.
¡Ay, ay! Se persignó de la sorpresa, anduvo hacia la luz y, de repente, lo dieron vuelta muchas veces y era oscuro de nuevo.
Asustado, seguía tanteando hasta que vio un poco de luz y tropezó sobre un cadáver ensangrentado, que solamente se pudo librar diciendo la palabra.
Apenas anduvo un rato, un sapo enorme se le tiró encima, le ensuciaba la manta de piel y lo escupía.
De nuevo dijo la palabra santa y lo soltó el sapo.
Pero en otro pasillo vino a salirle un chivo con cuernos afilados, que lo tiró al suelo.
En su aprieto volvió a santiguarse, y se escapó el chivo.
Y entonces una víbora, gorda como un brazo, llena de escamas y peluda, se le largó sobre el pecho como para ahogarlo. Pero él no supo mostrar miedo, ni cuando el bicho se le enroscó en el cuello y silbaba y le ponía la lengua cerca de la boca. Y tampoco perdió su fuerza esta vez.
La palabra santa espantó a la víbora y él pudo seguir andando hasta la pieza principal, que representaba una escuela.
Había allí muchos conocidos y parientes, sobre todo estaban los mellizos de la región, pero nadie se ocupaba de él, nadie le hacía caso al otro. Nadie saludaba: como desconocidos se trataban.
¡Ay, ay, ay, ay! Y hablaban todos en el Chilidugu, en la lengua de las brujas.
Y como había muchas cosas buenas que das, y mucha alegría, él no hizo caso y agarraba lo que le daban: ¡Lo mejor de lo mejor había ahí! Se bailaba, se bebía, gritaban, cantaban. Juguetones estaban, alegres estaban todos los que ahí había, que no tomaban clase en el momento. Porque él vio que ésa era la famosa escuela de Salamanca, la escuela de los brujos, que entran los verdaderos mapuche nada más, los verdaderos araucanos.
A esta cueva venían los brujos más grandes del mundo para aprender y enseñar. La más grande escuela era. Y, si aún hoy en día hay brujos, por esta escuela es, que aún hoy está y que siempre sigue enseñando, la renüpülli en el Lago Lácar.
Cuando había comido y bebido bastante, miró alrededor y pudo ver la enseñanza. Ahí estaban los mellizos, por ejemplo, que, según dicen, tienen mucha habilidad para ser brujos. Los trataban con mucho cuidado, tenían una enseñanza especial.
Algunos alumnos querían aprender la curandería, para sanar a los hombres.
Otros querían tener poder sobre animales sanos y enfermos, los querían tratar.
Otros querían saber dañar.
Otros aprendían la lengua de los animales para mandarlos que dañen a los hombres.
No se puede contar todo. Muchas cosas hay que pueden saber pocos hombres no más, los elegidos no más.
Ahí había uno que quería aprender a dañar a un enemigo, pero de lejos. La machi mayor agarró un sapo gordo, viejo. Lo ató fuerte y lo colgó. Así le iba a pasar al enemigo. Se iba a sentir apresado. El tiento mojado se le iba a ajustar cada vez más. Aplastado se iba a sentir. Hasta morirse de dolor y de hambre y sed.
Había una que preguntó cómo podía enamorar y tenerlo enamorado al hombre.
Entonces, la machi mayor agarró una rana grande -posiblemente era un sapo también- y mostró cómo hay que pasar la panza blanca por la cara del hombre diciendo palabras para tenerlo enamorado siempre.
Otros querían aprender a hacer llover. Un sapo vivo y otro muerto ponían, panza arriba, sobre el suelo, y decían la palabra, y en seguida, pues, caía la lluvia.
Lo principal siempre era la palabra. En otra pieza se enseñaba a los veterinarios.
Justo practicaban el ampiñ, colocar plantas secas molidas y otras cosas que no se pueden llamar buenas. Ahí aprendían cómo se trata heridas abiertas, cómo se libra de gusanos a los animales; contarlos, medirlos, mandar que debieran abandonar el animal.
Aquí había unos mellizos que él conocía bien, pero que no le hacían caso, y que aprendían el arte de curar. Porque nacen para brujos ésos.
Ahí llegaba un zainu, un caballo oscuro, que en la paleta derecha tenía una herida llena de gusanos.
La bruja mostró cómo se podían contar y medirlos. Primero rezó un rezo que él no pudo recordar y los alumnos lo repetían. Luego agarró una varita fina y rompió un pedacito, de modo que tenía el largo de los gusanos.
"En nombre de la virgen digo yo: este zaino tiene veinticinco lombrices de este tamaño. Ya viene uno, quedan veinticuatro si lo mato." En eso cayó de la herida un gusano y ella lo echó al fuego. Después vino a caer otro. Ella decía: "quedan veintitrés si yo lo mato". Y siempre lo mismo, hasta que la herida estaba limpia de bichos. Con cada gusano tiraba un pedacito de madera al fuego, hasta que había terminado con el último gusano. El zaino estaba curado.
Muchas de estas cosas vio el padre del abuelo.
También que a los gusanos que están en las heridas de los árboles, en nombre de Jesús, María y José, se les pone tres días de tiempo para dejar el sitio, irse a otro lado, a otros campos o animales. También obedecían en seguida.
Ahí vio cómo los dueños de rebaños se procuraban anchimallén, porque necesitaban ovejeros sin entrañas, que no comían carne, que toman sangre no más, así no les robaban animales.
Traían chicos robados, les quebraban el espinazo, les sacaban la tripa gorda y los dejaban achicados cosiéndolos.
Así se convertían en fantasmas, en duendes, en enanos que ya no crecen y usan el chiripá no más o que tienen un pedazo de cuero sobre el pecho, con la cola colgando sobre el pecho, que brilla.
De noche, el anchimallén anda por las montañas y las rocas y se le ve brillar la luz mala, que siempre anda con él.
Fuerte ladran los perros cuando ven la luz, y tiemblan y se esconden.
Lo mismo hacen los hombres. Porque sabe que ésos son sirvientes de los brujos, y que conocen la palabra y que matan, no más, con la palabra.
En esta cueva, pues, se hacían los anchimallén, los "hombres sin tripas".
Y también enseñaban el granizo, la fuerza para sostener una avalancha de nieve o para hacerla caer sobre un enemigo, hasta en el verano.
Enseñaban a soplar enfermedades y otros males, manejar la piedra hueca.
Y todo eso y mucho más se sabía aprender ahí.
El chilidugu sabía. Secretos eran esos que no había que descubrir fuera de la cueva. Todo poder perdían los que contaban algo. Ya no se pueden volver animales o ser invisibles. Fieles tenían que ser en guardar el secreto, la palabra santa. Así les insistía la machi mayor.
En la escuela no más se los dejaba pronunciar la palabra santa; si no, los iban a perseguir y matar.
El camino tenían que ocultarlo a los padres, a las otras personas. Con relbún les escribían los signos que los podían ayudar, que para los que no saben son garabatos no más, que no permiten hallar la entrada.
Brujos tiene que haber siempre, hacen falta los brujos, hacen falta espíritus, las almas de los finados esperan que las llamen.
Mientras que la machi mayor decía estas cosas y otras más, Cheukemilla se dio cuenta que la camisa de la víbora le envolvía el pecho y la espalda. Se había sacado la camisa la víbora cuando se le enroscó al pescuezo.
Con rabia y con asco, a tirones la sacó y la tiró al fuego.
Entonces, de repente, se hizo oscuro alrededor.
Cuando se recobró, estaba echado sobre las rocas de luko, que entran bastante en el lago, a la otra orilla del Lácar, a la derecha, mientras que él había entrado en la cueva por la izquierda.
Tenía el cuerpo herido, machucados los huesos y nunca más volvió a sanarse del todo.
Lo peor del caso, es que probó muchas veces y no supo hallar más la entrada de la cueva; nunca más supo hallar la escuela de los brujos, la Salamanca ésa.
A pesar que más tarde se fue con la tribu donde creía que estaba la cueva, a la orilla izquierda del Lácar. Tampoco supo acordarse del chilidugu, de la lengua de los brujos.
Ni de la palabra santa se sabía acordar.
Fuentes Consultadas
Georgina Elena Palmeyro
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