Era difícil para los primeros cristianos concebir el domingo,
aunque fuera el precedente a la fiesta de la Pascua, como formando parte de la
semana del gran ayuno. Su carácter propio, pascual, no permitía que se le
contara entre los días penitenciales. La liturgia romana se halla a ese respecto
en una línea de equilibrio. Por una parte, ya desde el siglo V, centra la
atención sobre los misterios de la Pasión del Redentor (la lectura evangélica es
el relato de la misma según San Mateo), abriendo así la semana en que se
conmemorarán los hechos históricos más fundamentales del cristianismo. Por otra
parte, no obstante, la visión global de la Pasión presentada en ese domingo
incluye también la perspectiva de la Pascua. Particularmente la oración colecta
y la segunda lectura de la Misa (Flp 2,5-11) se refieren a todo el misterio
pascual.
Mientras la liturgia romana conservó durante varios siglos el
carácter severo del «domingo de Pasión», como llamaban a ese día los antiguos
Padres, otros ritos elaboraron una liturgia cuyo núcleo era el acontecimiento de
la entrada triunfal de Jesucristo en Jerusalén, seguramente por influjo de la
liturgia local de la Ciudad Santa, tan deseosa, como hemos podido observar, de
seguir cronológicamente los pasos de Jesucristo durante los días de su Pasión.
La peregrina Eteria describe detalladamente la procesión vespertina, que
reproducía el acontecimiento: «Cuando se acerca la hora, se lee el pasaje del
Evangelio en que los niños, con ramos y palmas, corrieron delante del Señor
diciendo: "Bendito sea el que viene en nombre del Señor". Y en seguida el Obispo
se levanta con todo el pueblo, y entonces, de lo alto del Monte de los Olivos,
se viene yendo todo el mundo a pie. Todo el pueblo marcha delante del Obispo al
canto de los himnos y de las antífonas, respondiendo siempre: "Bendito
sea el que viene en nombre del Señor". Todos los niños pequeños llevan ramos,
unos de palmeras, otros de olivos; y así se da escolta al Obispo de la manera
como el Señor fue escoltado aquel día. Se camina muy lentamente para no fatigar
a la multitud, y es ya de noche cuando se llega a la Anástasis. Llegados allí,
aún siendo tarde, se hace el Lucernario; a continuación todavía una oración a la
cruz, y se despide al pueblo».
Esta tradición jerosolimitana pasó a las iglesias de oriente, y
aunque en algunas cayó en desuso la procesión de las palmas, el hecho
conmemorado sigue siendo el tema principal de la liturgia de ese domingo. Más
tarde, en el siglo VII, las iglesias hispánicas, y probablemente también las
francas, adoptan la costumbre de Jerusalén. Durante los siglos IX y X, se
difunde por todo el imperio carolingio el rito de la procesión de las palmas,
que se presentará como una gran manifestación religiosa y popular. También la
liturgia romana adopta la costumbre. En el Medioevo la procesión fue
revistiéndose de cantos, bendiciones y expresiones plásticas.
La reforma introducida por el Concilio Vaticano II simplificó
los ritos de la procesión, aproximándolos más a los primitivos usos de la
Iglesia en Jerusalén, y poniendo más de relieve su significado. No trata tanto
de manifestar el simbolismo de las palmas, como de rendir un homenaje público y
solemne al Hijo de David, al Mesías-Rey, imitando a quienes lo aclamaron
Redentor de la humanidad. Por eso se ha reducido la bendición de las palmas a
una sola plegaria, escogida entre las muchas existentes anteriormente, y se ha
dado mayor amplitud a la procesión. Con la proclamación del mensaje evangélico
que narra el acontecimiento de la entrada de Jesucristo a Jerusalén, por la que
se inicia la procesión, y con las antífonas y salmos seleccionados para ser
cantados durante el recorrido, se hace presente el hecho histórico, prefigurado
por las visiones profétícas sobre las «entradas» o manifestaciones de Dios en su
Santuario y en el mundo.
La entrada triunfal de Jesucristo a Jerusalén marca, en cierto sentido, el fin
de lo que Jerusalén era para el Antiguo Testamento, y señala el principio de la
plena realización de la nueva Jerusalén. Desde este momento Jesucristo insistirá
sobre la destrucción de la Jerusalén terrenal, hablará de su juicio, de lo que
ha de ser la Jerusalén futura. De Jerusalén nacerá la Iglesia, ciudad espiritual
que se extenderá por todo el mundo, cual signo universal de la redención
definitiva. No sin razón, San Lucas presenta la vida de Jesucristo como una
peregrinación hacia Jerusalén, y Jesucristo mismo calificará su entrada última a
la Ciudad Santa de «su hora» (Jn 12,27; 17,1). Así la Semana Santa se inaugura
con una «entrada» de la Iglesia, peregrina, acompañando a Jesucristo que va a
padecer; y la Semana Santa finaliza con otra «entrada», con el «paso» de la
Muerte a la Vida, celebrado en la Vigilia Pascual. Ambas "entradas" son un
testimonio de la participación de la Iglesia en los misterios que ellas
significan.
Fuentes Consultadas
Historia de Los Santos
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