Cuenta la leyenda que en los socavones de las minas que pertenecían a la compañía Cerro de Pasco Copper Corporation, algunos mineros percibían la presencia de un ser diminuto y gracioso, el cual les jugaba algunas bromas a los que descansaban plácidamente en horas de trabajo, escondiéndoles sus pertenencias, pintándoles la cara con hollín, y haciendo muchas travesuras en aquellas minas.
Pero cierto día un minero anciano, visiblemente desgastado por el trabajo, contó que aquél que lograse atrapar al enano, tendría la posibilidad de pedirle el oro que éste guardaba en su escondrijo:
¡Es el Muqui! -Gritó en forma mística el anciano.
¡Pero cuidado! advirtió de repente; ¡No hay que hacer ningún trato con él! ¡Es muy astuto el bandido!
¡Si que es un bandido! gritaba el viejo minero mientras se alejaba riéndose como un demente.
Pasó mucho tiempo, tal vez semanas, tal vez años, hasta que aquel rumor llegó a los oídos de Octavio, un joven minero, recién casado y que llevaba un mes en la empresa. Octavio, llegaba cada semana a su casa, donde conversaba con su mujer siempre de lo mismo:
-¿Sabías que el Muqui tiene bastante oro?
¿Cuántos años tendrá el Muqui?
¿De dónde sacará todo ese oro el condenado enano?
Y así cada semana, el Muqui era el tema de conversación más resaltante.
Pero las conversaciones se volvieron ideas y las ideas se volvieron sueños y los sueños se convirtieron en obsesión; hasta que Octavio empezó a urdir un plan para capturar al Muqui y con él a todo su oro.
Ya los mineros congeniaban de manera amistosa (aunque sin verlo) con el Muqui, ellos le dejaban un poco de coca y cigarrillos en algún rincón de la mina a cambio de que éste no los haga víctimas de sus travesuras.
El Muqui recogía los regalos (o mejor dicho el pago respectivo) de manera tan misteriosa que absolutamente nadie sabia como ni cuando se aparecía. Pero para Octavio, en quien el Muqui se había convertido en su obsesión, ese ya era un problema resuelto.
Octavio había decidido atrapar al Muqui aquella noche, para lo cual se fue a hacer guardia junto a los regalos que ese día le dejarían los trabajadores al pequeño ser, en lo más profundo del socavón. Se tapó con una manta negra dejando una pequeña abertura para sus ojos. La zona estaba iluminada por una pequeña antorcha, la cual le daba un aspecto más misterioso aún a aquella situación. Esperó una, dos, cinco horas y nada; pero ya cuando bordeaban las cuatro de la madrugada, Octavio, quién se había echado a dormir, sintió un gran peso sobre su espalda y aún sin moverse abrió totalmente sus ojos y se quedó quieto escuchando.
¡Era el Muqui! ¡Y estaba revisando la bolsa sentado sobre su espalda!
¡Este es el momento!
-Se dijo Octavio para sí-
Entonces se levantó de improviso, trató de atrapar al Muqui con su manta, pero, cayó de bruces sobre el piso, mientras el Muqui se reía como loco, burlándose del pobre Octavio.
-¡Anda, ponte de pie! gritó el Muqui. Octavio se levantó y así con la poca luz de la antorcha pudo ver al Muqui.
-Tayta Muqui, quiero un poco de oro.
-Fue lo primero que imploró Octavio.
-¡Pues trabaja! -Respondió irónicamente el enano.
-Verdacito, necesito el oro, porque...porque...
Ya, porque mi esposa está enferma.
-¿¡Y su enfermedad se cura con oro!?
-Es que las medicinas están muy caras y en la mina te pagan poco.
-¡Pues consigue otro trabajo! seguía burlándose el Muqui.
-Por favor señor Muqui dijo Octavio mientras se acercaba lentamente al enanito burlón y de un felino salto, pudo cogerlo de las manos, forcejearon muy poco pero muy duro y por fin, ahí en el suelo envuelto en la manta oscura estaba Octavio, sí el Muqui lo había atrapado a él.
-¿¡Así que querías oro, no!? Le resondró el Muqui, mirándolo con cierta ironía.
Mencionó el Muqui algunas palabras en quechua arcaico y se alejó riendo como siempre, como un loco.
Mientras envuelto en la manta oscura, un gran bulto de oro en forma humana, descansaba en el suelo. La esposa de Octavio, cansada de esperar y llorar, se fue a vivir a La Oroya, donde cada noche tenía un sueño muy raro: un extraño resplandor la llamaba a través de un túnel profundo y se despertaba sobresaltada cuando en el mismo sueño escuchaba una risa vesánica, demente... pero esa, ya es otra historia.
Georgina Elena Palmeyro
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