De acuerdo a la Mitología Romana, tal como se denomina formalmente al conjunto de creencias y leyendas mitológicas que sostenían los habitantes de la Antigua Roma, Neptuno, era el dios vinculado a las aguas y los mares, es decir, sobre él recaía el “gobierno” de todas las aguas del planeta tierra.
Neptuno llevaba a cabo su labor cabalgando caballos blancos sobre las olas y sus atributos principales eran el tridente y el carro; el carro hace las veces de transporte y a través del tridente agita las olas y provoca fuentes y manantiales donde le place.
Todos aquellos habitantes de las aguas, sin excepciones, tenían la obligación de obedecer sus designios.
En el mar, entonces, es donde Neptuno decidió descansar y erigir su reino, cabe destacar, que en las aguas más profundas se encuentra su reino en el cual destacan los castillos dorados.
En tanto, su peor cara se podía ver cuando algo le producía ira o enojo, ya que de inmediato se manifestaba generando los más tremendos y violentos terremotos.
Como consecuencia de esta situación es que los romanos trataban de no provocarlo sin un motivo realmente trascendente.
Pero además del caballo, su fiel compañero, Neptuno, disponía de la compañía de delfines que además de la función de acompañantes hacían de transporte.
Los romanos consideraban que Neptuno tenía la responsabilidad de sostener el planeta que los albergaba, porque como el océano rodeaba la tierra, él, desde el mar, hacía de contrapeso respecto de la tierra firme.
Además, se lo sindicaba como el hacedor de las formas de las costas, de los acantilados, de las playas y de las bahías, entre otros accidentes geográficos.
Y como buen dios mitológico que se precie de tal, Neptuno, tuvo varios amores.
Su esposa formal fue Anfítrite (diosa del mar tranquilo), aunque hubieron más mujeres en su vida: Clito, Medusa, Toosa, Ceres, Halia y Amimone.
El equivalente de Neptuno en otra de las mitologías más famosas, la griega, es Poseidón.
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