El Mito de Edipo
Por regla general los temas de las obras trágicas no enfrentaban al espectador con una historia nueva; por el contrario, salvo raras excepciones, los personajes y las situaciones que se ponían en escena estaban tomados del repertorio mitológico y formaban parte por tanto de una tradición heredada de los antepasados, que conocían y compartían todos aquellos que asistían a la representación.
El interés de la obra no dependía tanto de la novedad del relato como del modo en que se presentaba y se interpretaba un material que, en líneas generales, era ya familiar para el público.
El ciclo legendario de los Labdácidas de Tebas, es, junto al de los Atridas de Micenas, una de las fuentes de inspiración más utilizada por los trágicos atenienses.
Parece evidente que la formación del mito atravesó distintas fases a lo largo de la historia literaria griega pero a partir de los textos que han llegado hasta nosotros podemos reconstruir a grandes rasgos el siguiente relato:
El fundador de la dinastía fue Lábdaco, que murió dejando como heredero a su hijo Layo, que contaba sólo un año de edad.
Aprovechando la indefensión del niño, un noble espartano, Lico, se hizo con el poder. Layo, desterrado, halló refugio en la corte de Pélope, pero pronto demostró ser un ingrato porque raptó al hijo de éste, Crisipo, cuya belleza le fascinaba.
Se convirtió de este modo en el introductor de la pederastia en Grecia y, en castigo a su pecado, Apolo le anunció que estaba destinado a morir a manos de su propio hijo.
Muerto Lico y sus descendientes, Layo recuperó el trono y se casó con Yocasta.
Cuando nació Edipo, temiendo que se cumpliera el oráculo, Layo le traspasó los pies con un clavo largo y lo entregó a un pastor para que lo abandonase en el monte. El criado, compadecido de la criatura, se la entregó a uno de los pastores del rey Pólibo de Corinto. El pastor, a su vez, entregó el niño a su señor, el cual carecía de descendencia y le crió como a un hijo.
Siendo ya Edipo un joven, oyó decir en un banquete que no era el verdadero hijo de sus padres y, angustiado, se dirigió a Delfos para averiguar su origen. Pero el oráculo, en lugar de responder a su pregunta, le anunció que daría muerte a su padre y se casaría con su madre. Para escapar de este horrible destino y, no conociendo a mas padres que a Pólibo y su esposa, decidió no volver a poner los pies en Corinto.
Emprendió, pues, viaje hacia Beocia y en una encrucijada tropezó con Layo.
Cuando los acompañantes de éste le increparon para que se apartara del camino se produjo una violenta disputa, a consecuencia de la cual Edipo mató a Layo, aunque, naturalmente, sin saber que era su padre.
Edipo siguió su camino y llegó a la ciudad de Tebas, que se encontraba llena de turbulencias y desolación.
El rey no había vuelto y la ciudad se hallaba sometida por la esfinge, un monstruo alado con cabeza de mujer y cuerpo de león, que aniquilaba a todos los que no sabían responder al enigma que proponía:
«¿Cuál es el ser que tiene una sola voz, anda con cuatro patas, luego con dos y luego con tres?»
Edipo resolvió el acertijo y, o bien mató a la esfinge, o bien ésta, despechada, se dio muerte a sí misma.
Con esta hazaña el forastero recién llegado se ganó la mano de la reina Yocasta, con la que, según la tradición más extendida, tuvo cuatro hijos: dos varones, Eteocles y Polinices, y dos hembras, Antígona e Ismena.
Con el paso del tiempo, la verdad llegó a ser conocida.
Yocasta entonces se suicidó y Edipo se arrancó los ojos, fue apartado del trono y marchó al exilio.
Sobre su muerte circulan varias versiones aunque, según la tradición ática que recoge el propio Sófocles, se encaminó a Atenas acompañado de sus hijas, y fue acogido como huésped por Teseo en la localidad de Colono, donde murió dejando su tumba como protección para la región.
Tebas, entre tanto, había sido gobernada por Creonte, que actuó como regente de la ciudad hasta que los hijos de Edipo, destinados a sucederle, alcanzaron la edad adulta. Cuando llegó el momento, y dado que no conseguían decidir quién de los dos debía ser nombrado rey, éstos acordaron ejercer el poder un año cada uno.
El primero que ocupó el trono fue Eteocles; pero cuando finalizó su año de mandato se negó a ser relevado por su hermano Polinices, quien se presentó entonces ante la ciudad acompañado de un gran ejército comandado por siete jefes, entre los que se contaba él mismo, dispuestos a atacar cada una de las siete puertas tebanas.
La ciudad se salvó del ataque, pero los dos hermanos murieron en combate, uno a manos del otro, prolongando de este modo el destino fatal de su familia.
Creonte fue entonces coronado rey y prohibió dar sepultura al cuerpo de Polinices, acusándole de haber traicionado a su ciudad. Pero Antígona, horrorizada ante una orden que ignoraba los ritos sagrados que se deben a los muertos, se negó a obedecer y procuró en secreto esparcir un poco de tierra sobre el cadáver de su hermano. Mientras realizaba lo que su conciencia le dictaba, fue detenida y llevada ante Creonte, que la condenó a ser sepultada en vida.
Los nombres de los protagonistas del relato aparecen con frecuencia a lo largo de la tradición literaria griega. Las referencias escritas más antiguas proceden de la Ilíada y la Odisea y en algunos pasajes de la literatura arcaica encontramos alusiones más o menos difusas sobre el personaje. Pero sin duda han sido los poetas trágicos los que han contribuido en mayor medida a nuestro conocimiento del mito.
Sabemos que Esquilo presentó en el 467 a.C. una trilogía formada por las tragedias Layo, Edipo, y Los siete contra Tebas, de las cuales sólo la última ha llegado hasta nosotros. Sófocles dedicó al mito de Edipo tres de sus obras: Edipo Rey, Edipo en Colono y Antígona. Y también Eurípides, aunque de forma indirecta, recoge la saga de los labdácidas en su obra Las fenicias, que toma su título del coro de muchachas fenicias que son enviadas desde Tiro como esclavas al templo de Apolo en Delfos y que en su viaje se detienen en Tebas, donde asisten al ataque de los siete a la ciudad.
La Versión de Sófocles
Según las noticias de los antiguos, Sófocles, siendo apenas un adolescente había dirigido la danza triunfal con la que la ciudad de Atenas había celebrado su victoria sobre los persas en las guerras médicas.
Esta tradición nos permite situar al autor de Edipo Rey en un contexto histórico muy preciso: la época en la que Atenas, tras conquistar la libertad, sentó las bases de su sistema democrático, alcanzó su máximo esplendor y, finalmente, se embarcó en una cruenta guerra en la que acabaría naufragando y de la que saldría derrotada.
Tradicionalmente, este período se considera el apogeo de un mundo clásico que muy a menudo ha sido idealizado y presentado como un todo de carácter unitario.
Los estudios más modernos, sin embargo, han señalado las enormes tensiones que tuvieron lugar en este momento en el que las nuevas ideas ilustradas empezaban a socavar los cimientos de una tradición hasta entonces considerada intocable.
En efecto, mientras todavía resonaban las hazañas de quienes creían ciegamente que la intervención de los dioses había sido decisiva para obtener la victoria y que, por tanto, era imposible separar la esfera política de lo religioso, hizo su aparición una nueva generación que ponía en tela de juicio las costumbres e instituciones vigentes hasta entonces, considerándolas irracionales. En el terreno espiritual esta nueva tendencia está representada sobre todo por la escuela de la sofística, que ejercía una especial atracción sobre los jóvenes.
En la esfera política Pericles es, sin duda, quien mejor encarna el movimiento intelectualista de su tiempo.
En medio de este panorama Sófocles aparece como una personalidad firme y equilibrada: sin despreciar los logros de las nuevas ciencias manifiesta una fe religiosa tradicional que defiende todas las creencias populares, y especialmente la mántica, aunque al mismo tiempo reconoce la arbitrariedad y la cruel indiferencia con la que los dioses manejan los destinos de los hombres.
En Edipo Rey encontramos la manifestación artística de este pensamiento, que se deja ver en los siguientes elementos:
El personaje de Edipo representa el fracaso de la razón frente a los designios de los dioses.
Edipo se muestra orgulloso de haber derrotado a la esfinge mediante su propia inteligencia; algo que, como le reprocha a Tiresias, no habían conseguido las artes de los adivinos.
Cree además que ha conseguido escapar del destino que le había anunciado el oráculo y a lo largo de toda la obra aparece resuelto a descubrir por sus propios medios la verdad. Sin embargo, con cada paso que da en esta búsqueda no hace otra cosa que precipitarse hacia su ruina.
Como gobernante, Edipo, aunque en principio se comporta como un padre bondadoso con su pueblo, no es capaz de controlar su ira y se muestra irritable y desconfiado con los que le rodean.
Especialmente interesante es su discusión con Tiresias en la que Edipo, en cierto modo, representa la postura de los políticos racionalistas atenienses que se negaban a guiarse por los dictados de los oráculos.
Yocasta representa con mayor claridad aún la falta de fe.
Ante los temores de Edipo, expresa abiertamente su desprecio por las profecías a las que califica de patrañas.
Sin embargo, envuelta en el destino de Edipo, reconoce finalmente la verdad y, antes de confesarla se da muerte.
Tal vez esta afirmación pueda entenderse como una advertencia a los atenienses de su tiempo, que se enorgullecían de los logros de su ciudad y habían dejado de sentir temor de los dioses.
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