19 de diciembre de 2017

El Espejo - Leyenda



“Hoy la aguapanela para el desayuno está riquísima, le he puesto hojitas de yerbabuena y de menta”, decía contenta y con voz de ópera todos los días a los seis niños.

Ella, la hermana mayor de una familia campesina, fue la responsable de sus hermanos cuando sus padres dejaron de serlo porque fueron convertidos en cruces. 
Sus padres habían sido víctimas de la violencia de los años 50.

Ella Tenía claro que su misión estaba reducida a ir tras el pan y las contiendas para mantener viva la historia de su madre. 
Cuando asomó a los 12 años y recreaba sueños adolescentes en sus dos cúpulas erguidas, que anunciaban gacelas alegres en su cuerpo y el cantón de su sexo floreciendo, seguro estaría ella en el puerto preciso para caminar los pasos del amor sobre un espejo.

Ahora a los 35 cumplidos, comprendía que lograrlo estaba a una distancia tan indeterminable como conseguir cada año unos zapatos nuevos. 
Sin embargo, un 29 de Junio, día de fiesta religiosa, partió en el primer campero del mercado, rumbo a la ciudad grande, la de los muros que llenan de sueños a los hombres descalzos, a los mismos que viven entre las zarzas y crepúsculos donde las sombras de los árboles jadean al ritmo de los instrumentos de sus vientres, y el color de las tardes son del mismo color de los sueños de los niños. 
Ella iba resuelta a hacer su propio pan en la ciudad  de las luces postizas,  quería enfrentar todas las esperanzas, las propias y las heredadas desde los años de infancia.

De puerta en puerta ella tocó a diario, cada esperanza y solo encontró una muchedumbre anémica, calles vacías de chicharras y pericos que celebraran su paso con los berridos; negocios prendidos de música estruendosa que nada decían ni al corazón ni a los oídos; mujeres semidesnudas ebrias y hombres desajustándose las braguetas con la intención de plantar un pequeño tallo, pero ella no veía la tierra lista para la siembra, tan solo cemento.

Una noche, durmiendo entre cartones, escuchó la voz doliente de un hombre joven y tan flaco que parecía reseco como los cueros de los conejos de monte que su padre clavaba en el patio. 
¡Cúrame!, mi alma duele! 
Ella corrió con la ignorancia de su auxilio, volteó una tras otra la procesión de basuras a su paso, se sintió de pronto común a ella, lloró, miró al cielo, mientras que por sus piernas se expandía el fuego de un demonio.

Ella, regresó a su tierra con tantas desesperanzas, como esperanzas llevaba en unos ojos nuevos, que ahora son ojos en menguante.

Como la madre, al otro lado no alcanzó nada.

Fuente: Rosaura Mestizo


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